IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl Lugo Rodríguez |
Voy a gritarlo cuarenta y tres veces en Ayotzinapa,
seis veces en Iguala, veintidós en Tlataya,
setenta y dos en san Fernando, Tamaulipas,
cientos, miles de veces a lo largo y ancho de esta geografía,
de esta herida purulenta llamada México:
¡Ha resucitado!
Y su resurrección es fuente de esperanza.
Sin la esperanza, el amor se extravía.
Ya lo dijo Silvio, y lo dijo mejor:
“Que sin esperanza… ¿dónde va el amor?”
Una señora maya despierta temprano,
se llama Bertha, Ramona o Florinda,
desgrana la mazorca mientras siembra,
en lo más hondo del corazón de su nieto,
esta enorme verdad: usted es digno,
usted merece vida completa, no migajas.
Y el niño escucha.
Y la palabra azul de la abuela rompe el aire
y se repetirá algún día,
pronunciada de nuevo,
en los labios del niño que será abuelo
de algún otro nieto o nieta.
Es el milagro de la resistencia,
de la fuerza moral que vence a la muerte:
Frente al despojo y la exclusión, la dignidad paciente,
la que espera su hora,
la que decide sola su destino,
la dignidad de la autonomía en ciernes.
Es, hermanos y hermanas que me escuchan,
la actualización sin fin de la proclama:
¡Ha resucitado!
La esperanza también tiene otros rostros
inconfundibles, tercos, multicolores.
Brenda y Josefa tienen ya su niño:
No existe, porque el Estado, le niega identidad.
Van juntas las dos con el chiquillo en brazos
y atraviesan la jungla de escritorios.
El niño que no existe juega y se ríe,
sacude sus manitas cuando le haces cosquillas.
Sus madres tienen un arsenal de horas
pasadas ante los tribunales y regadas
con abundante y materna leche.
Algún día el dzirís tendrá nombre y apellidos
y rozarán su pelo las aguas del bautismo.
Mientras tanto sus madres abren caminos,
desbrozan montes, hacen tajos al futuro.
Otra vez, hermanos y hermanas que me escuchan,
se anuncia a voz en cuello:
¡Ha resucitado!
Los académicos, sobrios y diligentes, se preguntan
qué hay detrás de la fuerza de esta espera,
de esta incansable construcción de mañanas.
La esperanza no puede analizarse
en los asépticos y fríos laboratorios.
La esperanza no está escrita en libros
ni se describe en fórmulas.
La esperanza brota de un sepulcro vacío
donde la hierba no alcanzó a crecer de madrugada.
La esperanza no se entiende: se descifra,
se araña, se atisba, se atestigua.
¡Ha resucitado! Y cunde el grito
y la historia adolorida se renueva.
Yo les invito a todos, homo et mulier sapiens,
a desperezar los ojos intuitivos,
a escuchar cómo crece la hierba debajo de la nieve,
cómo brota la vida
desde la entraña ardiente de la lava volcánica.
Les invito a encontrar y proclamar
las cuarenta y tres victorias de Ayotzinapa
que se despliegan en los heroicos padres (y madres),
las seis rabias de Iguala,
las veintidós sangres fecundas de Tlataya,
las setenta y dos promesas migratorias:
un día el mundo será una casa abierta, para todos y todas
y nadie se sentirá extranjero en ningún lado.
Si escuchan el silencio, resonará en sus almas:
¡Ha resucitado!
Y la esperanza habrá tenido
-no el crimen ni el engaño, la rapiña o el despojo-
la última palabra.