IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |

Parece que las cosas en el cielo son distintas de como las manejamos en la tierra. Y el cielo y el corazón del pueblo pueden confundirse hasta identificarse. Cuando en 1980 Monseñor Romero cayó bajo las balas asesinas, el pueblo reconoció su martirio y lo proclamó santo. No solamente el pueblo pobre de El Salvador, sino la pobrería toda que, reunida en comunidades de base dispersas por toda la América Latina, conocía de la entrega de Monseñor, de su fidelidad al evangelio, trataba de escuchar en radios de onda corta sus homilías dominicales y sabía también de su otro martirio, el de los desprecios y ataques de sus propios hermanos de báculo y de mitra, incluida la indiferencia del obispo de Roma.

Apenas cuatro días después de su martirio, Dom Pedro Casaldáliga convocó todos estos sentimientos y los plasmó en una hermosa elegía. En ella llamaba a Monseñor con el nombre con el que, a partir de ese momento, sería reconocido por todos: san Romero de América, pastor y mártir nuestro. Ignacio Ellacuría, jesuita que sufriría también el martirio nueve años más tarde, junto con otras siete personas, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), habría dicho pocos días después del martirio de Monseñor: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”. Y fuimos cientos, miles, millones de personas en el mundo quienes reconocimos en el asesinato de Monseñor Romero la entrega amorosa y adolorida de un pastor por su pueblo. No había necesidad de hacerlo santo, porque ya lo era en el corazón del pueblo. Como bien dijo Dom Pedro:
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini
en la espuma-aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes alertos,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones,
de todas sus trincheras,
de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!

Por eso digo que en la tierra, a diferencia del cielo, es decir, del “corazón insomne” del pueblo, las cosas tienen otros ritmos y otras formas. Así que cuando llegó Francisco a la sede de Pedro y anunció el avance de la causa de canonización de Monseñor Romero, congelada en los dos pontificados anteriores, sólo se repitió lo que el libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata acerca del primer Pedro en el capítulo 10. Cuenta el texto que Pedro fue llamado por Cornelio, un oficial romano, para que visitase su casa. Pedro, en obediencia a unas visiones que había tenido, acude a la casa donde Cornelio ha reunido a su familia y lo espera. Las primeras palabras de Pedro al entrar a la casa fueron: “Ustedes saben que a un judío su religión le prohíbe juntarse con un extranjero o entrar en su casa…”, remarcando así que si había llegado a esa casa era, no por su gusto, sino por un mandato especial recibido de Dios. De cualquier manera, después de escuchar a Cornelio y sus peticiones, Pedro comienza a cumplir con su deber de anunciarles el evangelio de Jesús.

El libro ocupa diez versículos en el largo discurso preparado por Pedro. La sorpresa es que, aún no ha terminado Pedro con su larga homilía, cuando el Espíritu Santo se derrama sobre todos los que estaban escuchando la predicación. Pedro y sus compañeros quedan desconcertados. Se supone que el bautismo es la puerta para la recepción del Espíritu. Pero el Espíritu también se sabe saltar las cercas cuando mira obstaculizada su labor. La reacción de Pedro, aunque tardía, termina siendo la correcta: “¿Cómo negar el agua del bautismo a quienes ya han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros? Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Luego le pidieron que se quedara algunos días con ellos” (Hech 10,47-48)

Es así que ha llegado también la beatificación de san Romero. Una medida tardía, pero correcta. Tuve el privilegio de contemplar ese momento en la Plaza del Salvador del Mundo, en el corazón de San Salvador. La posibilidad me fue ofrecida por la gentil invitación de los padres Ismael y Ovidio, Jaime y Efraín, metidos todos ellos hasta el fondo en el acompañamiento de la pastoral indígena en la parroquia de Lolotique, en la región Lenka. Su amabilidad no solo nos permitió, a Atilano y a mí, ser testigos de este importantísimo momento para la iglesia latinoamericana, sino que nos enriqueció con la experiencia cercana de una comunidad indígena que celebró con sus modos y formas la memoria de Monseñor Romero.

La Misa tuvo momentos altamente emotivos. La liturgia, sin embargo, fue pensada expresamente para minimizar la dimensión conflictiva y política del martirio de Monseñor y mantener en los márgenes al pueblo. Quienes esperábamos escuchar la Misa Salvadoreña y los corridos populares más significativos dedicados a Monseñor y cantados a lo largo y ancho del país, tuvimos que conformarnos con cantos que lo mismo podrían haberse cantado en México, Argentina o España. Y no obstante esas aviesas intenciones, nada pudo contener el clamor de las más de 200 mil personas que gritaron vivas a Monseñor Romero una vez leído el decreto de su proclamación como beato y que lloraron de emoción ante el desfile de la camisa manchada con la sangre de su martirio. La emoción del pueblo desbordó la estrecha cárcel litúrgica, haciendo realidad las palabras de Casaldáliga:
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).
Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pastor y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.

Ha sido, pues, una experiencia significativa para mí este viaje al corazón de la iglesia latinoamericana comprometida con los pobres. Le agradezco a Dios por ello. Miro detrás de la beatificación de Romero el empecinado espíritu reformista de Francisco y me parece una buena noticia que un testimonio de fe de tal calibre siga iluminando el firmamento de la iglesia. En mi experiencia personal, lo más emotivo ha sido la visita al hospitalito, lugar de residencia y de martirio de Monseñor Romero y a la cripta catedralicia, en el 16 aniversario de resguardo de los restos de Monseñor por parte de las comunidades eclesiales de base, mantenido con firmeza inquebrantable ante los embates del arzobispado de san Salvador.

Sin duda, quien más ha salido perdiendo en esta conmemoración ha sido el Arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, a quien todos apuntan como el promotor de la “edulcoración” del martirio de Romero y que apenas dos años antes había prohibido que se mencionara a Romero en el seminario o se le pusiera el nombre de Monseñor a algún edificio de la iglesia. Ahora, en la Misa, tragándose sus palabras, ha tenido que hablar de Romero llamándolo “nuestro amadísimo Monseñor Romero”, ante las abiertas críticas de miembros de su propio clero. Ironías de la vida.

No ha sido para mí un viaje más: ha sido una especie de vuelta a casa. Nunca pude imaginar, cuando en el lejano 1991 puse sobre el altar de la Parroquia de La Asunción en Tecoh, el retrato de Monseñor Romero, e invité a la comunidad a celebrar su novenario, que llegaría con vida a ver la oficialización de su santidad. Ha sido un inmerecido regalo de Dios. Pero cuando digo ‘vuelta a casa’ no me refiero solamente al recuerdo de mi amada primera parroquia, sino a la raíz misma de mi compromiso cristiano: la decisión de vivir mi fe y mi ministerio de presbítero siempre al lado de los pobres. Cuando me arrodillé en la capilla del hospitalito, justo frente al lugar donde Monseñor cayó abatido por las balas, renové ese amor del principio. Que san Romero de América me regalé la fidelidad.

Ahora solo falta lo que falta: como hizo la familia de Cornelio a Pedro después del bautismo, las comunidades pobres de este continente invitan a la iglesia a “que se quede algunos días con ellos”. Solo así la iglesia volverá a sus orígenes. Sólo tras las huellas del testimonio de Romero llevaremos menos indignamente el nombre de cristianos.

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