IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |
El próximo sábado 23 de mayo será beatificado, en la ciudad de San Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, mejor conocido como Monseñor Romero o, simplemente Monseñor. El título de esta entrega es un verso del famoso poema que le dedicara Dom Pedro Casaldáliga cuando se enteró de su martirio. La beatificación me llena de gozo. Han sido proclamados recientemente santos de diversos orígenes, algunos, incluso, que no son en absoluto santos de mi devoción. Es cierto también que, parafraseando el poema de Dom Pedro, el pueblo ha puesto ya a Monseñor en su gloria de Bernini –la del pueblo– pero la aceptación pública de la conflictiva fidelidad de Monseñor al evangelio no deja de ser una muy buena noticia y renueva mi esperanza en el brío renovador del Papa Francisco.
Quiero pues, dado que la vida me concede asistir a la beatificación el próximo fin de semana, ofrecer en estas líneas un homenaje a Monseñor extrayendo, del baúl de la memoria, tres momentos de mi personal relación con Romero.
1. Me siento en una de las escaleras del seminario en el que estudié todos mis años de formación sacerdotal, el seminario de Yucatán. Es domingo por la tarde. Es 1978. No sé manejar bien el radio de onda corta. En realidad, nunca usé el radio más que para escuchar noticias o música. Pero he conseguido este radio en el afán de escuchar las homilías de Monseñor Romero. La convulsa realidad de El Salvador queda al desnudo en las denuncias de este obispo valiente. Eran tiempos sin computadora aún. De pronto, alcanzo a sintonizar la voz del profeta. Apenas unas frases y el corazón me palpita en el pecho. Cuando, al día siguiente, le comenté al Padre Lázaro Pérez, único maestro en el seminario que permitía –y a veces recomendaba– que leyéramos textos de la teología de la liberación, que había logrado sintonizar algunas palabras de Monseñor en su homilía semanal por el radio de onda corta, me dijo: “ese hombre sí que es un cristiano cabal, un modelo de santidad política”. Yo asentí en silencio.
2. Siempre he pensado en lo duro que debió haber sido para san Pablo saber que, en la pascua del año 30, mientras él con toda seguridad participaba de las fiestas pascuales en el templo de Jerusalén, Jesús estaba siendo ejecutado en el Monte Calvario, a pocos pasos de la muralla que protegía la ciudad. Cuando, apenas unos pocos años después, Jesús se le hace encontradizo a Pablo, la vida de quien sería apóstol de los gentiles cambió de manera radical. ‘Para mí la vida es Cristo’, llegó a decir el fariseo, hijo de fariseos, que había abierto su corazón a la Buena Noticia proclamada por aquel hombre ajusticiado. ¡Y pensar que Pablo pudo haber sido testigo de su cruenta muerte! Y en lugar de eso, no tenía más que el amargo sabor de recordar la cena pascual de ese año… pero nada de aquel desconocido que terminó el viernes previo a la sagrada fiesta de la pascua, colgando de un madero como blasfemo y sedicioso.
La misma sensación experimenté yo cuando, a la muerte de Monseñor Romero en 1980, recordé la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar en el seminario de Puebla en 1979, cuyas entrañas conocí porque tuve la fortuna de desempeñar en ella algunos servicios ya que me tocó estudiar en el seminario palafoxiano aquel curso escolar 1978-1979. No eran tiempos de teléfonos celulares, así que para tomar fotografías había que tener una cámara fotográfica en forma. Alcancé a tomarme algunas fotos en los descansos de los trabajos de la CELAM con personajes a los que yo admiraba: los obispos Hélder Cámara y Leonidas Proaño, el Abad de Taizé, Roger Schutz –que también moriría mártir algunos años después– y hasta con el obispo de Medellín, López Trujillo, más tarde cardenal del nuevo pontificado y detractor de la Teología de la Liberación. Bueno, hasta con el Papa Juan Pablo II, recientemente nombrado Obispo de Roma, tengo foto… ¡pero ninguna con Monseñor Romero! Es algo que lamentaré toda mi vida.
3. Algunos meses después de la muerte de san Romero escribí una elegía en su memoria. Un fragmento de ella quedó escrito en la parte trasera de un mueble que servía de división en el humilde cuarto de la que fuera la primera iglesia donde serví como párroco, Nuestra Señora de la Asunción, en Tecoh. La elegía formó parte de la colección de poemas ‘Palabras Minerales’, que resultara ganadora de la rosa de oro en los juegos florales peninsulares de Tenabo, Campeche, en 1997. He publicado ya esta elegía en otra ocasión en este mismo espacio, hace más de quince años. La comparto de nuevo hoy con el corazón henchido de gozo por la beatificación de Monseñor Romero y por todo el bien que a la iglesia va a traerle con seguridad su elevación a los altares.
SAN ROMERO
I
Quisiera recordarte enardecido
y con tu mano levantada al viento.
Que quedaras colgado eternamente
en mi memoria rota por el llanto.
Pero tú ya no estás…
II
Todo me huele a muerte en este día.
Me llega a las narices
el hedor de tu cuerpo masacrado.
junto con el aroma
de tu palabra viva, penetrante,
eco de mi conciencia adormecida
y de mi galopante incongruencia.
La sangre del martirio
llegó hasta los rincones de tu patria.
Y se calla tu voz y surgen quince,
y se cierran tus ojos
y veinticinco nuevos se descubren mirando,
y se apaga tu antorcha
y las quinientas sombras de la noche
se iluminan de pronto,
y duermes en la tierra
y surgen de tu ofrenda vespertina
mesas llenas de amor y de alimentos
y escuelas de sonrisas,
millones de mañanas sin mentiras
y seguros sociales contra el llanto
y arroyos de justicia campesina
y fusiles de paz…
III
No ha sido en vano todo:
no puedo hacer las cosas,
después del sacrificio valiente de tu vida,
marcando el mismo paso,
pisando nuevamente mil caminos gastados.
Mi vida no es la tuya y necesito
lanzar también mi voz y mi palabra.
Ese tu cuerpo muerto me recuerda
este reproche interno, cotidiano y quemante:
no ser lo que debiera.
Es tu postrer mensaje, obispo compañero,
tu último regalo…