OCTAVO DÍA | PorJulián LÓPEZ AMOZURRITIA |

La alegría del trabajo compartido puede ir más allá del instinto gregario y del sentido de equipo. También en él es accesible el nivel profundo de la comunión humana. En ocasiones se trata de un fin común, que hermana en los intereses y en las metas buscadas; en otras, el objetivo o la motivación pueden estar más en una de las partes que en la otra. De cualquier manera, la oportunidad de encontrarse en la operatividad es altamente gratificante. Incluso al margen del beneficio directo que se reciba del propio esfuerzo. Aún sin otra ventaja que el mismo hecho de participar.

Desde una perspectiva lúdica, no es otra cosa lo que buscan los deportistas en las disciplinas de equipo. Se descubre en los festejos, por ejemplo, después de la anotación de un gol. Y la explosión gozosa no se limita a los grandes torneos. En las canchas más humildes, incluso en los juegos infantiles que han improvisado hasta lo indispensable, el regocijo alcanza los mismos niveles de las justas más demandantes.

Aún si sólo nos atenemos al nivel de la eficiencia, la colaboración eleva enormemente el potencial humano. Las fuerzas humanas no se suman: de alguna manera se multiplican. Por eso mismo también su contraparte es tremenda: «El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30).

Pero nuestra consideración puede aún ampliarse. El patrimonio cultural y científico del que gozamos no podría existir si no fuera por la colaboración que de alguna manera han prestado las generaciones anteriores a nosotros. Con razón se ha afirmado que nosotros vemos más cosas y más lejos porque estamos trepados sobre las espaldas de gigantes, como habría dicho Bernardo de Chartres. Hay una comunión implicada en el decurso de la historia, justamente lo que llamamos «tradición». Una cierta esperanza anima también a quien hoy se empeña en estos campos de que más adelante alguien continuará la labor, para el beneficio de toda la humanidad.

Descubrir la satisfacción de colaborar requiere, sin embargo, de un acto de conciencia, y promoverlo, de una específica educación. Aunque espontáneamente se presente de hecho, lo cierto es que también la cultura individualista en la que nos movemos tiende a entorpecer esta inclinación humana, si no es que a bloquearla. Propiciar una mentalidad de colaboración es, de hecho, una urgencia, que tiene repercusiones favorables para fortalecer el tejido social. Es otro espacio en el que el trabajo sobre el individuo genera ecos en el ámbito comunitario.

La tentación de estorbar o dividir está siempre latente. No falta tampoco la inercia de la pasividad. Pero es conmovedor descubrir que aún los niños pequeños, sintiéndose parte del grupo, se esfuerzan por “ayudar” a sus mayores con toda seriedad, cuando perciben el flujo de la laboriosidad en su entorno. En su inocencia, ellos captan mejor el valor primario en juego: no es sólo la eficacia de lo que hacen, sino la solidaridad que activan con su simpática imitación.

Con razón se utilizan fuertes expresiones para designar a quienes no colaboran, o incluso viven a costas de los demás. Esta actitud parasitaria también conoció una denuncia en el Nuevo Testamento, con una expresa reprimenda de parte del apóstol san Pablo. «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado que hay entre ustedes algunos que viven desconcertados, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A éstos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan. Ustedes, hermanos, no se cansen de hacer el bien» (2Ts 3,10-13). Estar presente en la comunidad y con cualquier pretexto entrometerse en todo sin colaborar es, por lo visto, un vicio social recurrente.

Colaborar es también una obra del bien desbordado. Con ello todos salimos ganando, haciendo del trabajo mismo una ocasión de comunión humana.

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