Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA |
La Eucaristía tiene múltiples facetas. Es ante todo la celebración central de la fe cristiana, que el Concilio Vaticano II no temió llamar “fuente y culmen de la vida cristiana”. Remonta su institución a la Última Cena de Jesús con sus apóstoles, aunque previamente había adelantado en su enseñanza la identificación de sí mismo con un “pan vivo”, retomando también con ello varios acontecimientos vividos por el antiguo Israel. La Iglesia creció en la comprensión del gran tesoro que se le había dejado, considerando diversos aspectos del misterio: la presencia de Cristo en él, el memorial de su sacrificio en la Cruz, el banquete fraterno compartido por los creyentes…
El auge medieval que tuvo el culto a las reliquias de los santos condujo a la catequesis a recordar que por encima de los santos estaba el “santísimo”. Y que ahí, verdaderamente, estaba presente Jesucristo, en toda su realidad personal. Lo más valioso, pues, del tesoro eclesial se encontraba en él, y merecía la auténtica adoración de parte de los fieles.
Si bien litúrgicamente la institución de la Eucaristía se celebra el Jueves Santo, un eco precioso posterior a la Pascua tiene lugar el segundo jueves después de Pentecostés, precisamente en la solemnidad del Corpus Christi. Su nombre hace alusión a la doctrina de la fe que afirma la presencia real de Cristo en el Sacramento, con su cuerpo, alma y divinidad; es decir, la integridad de su ser humano y divino, posible por su glorificación.
La Ciudad de México conserva muchos toques folklóricos en su celebración, especialmente en torno a la Catedral Metropolitana. A ella bajaban de los pueblos cercanos los vendedores, lo que se evoca vistiendo a los niños con atuendos indígenas y elaborando pequeñas mulas. Las mulitas, de hecho, adquieren un significado más extendido, pues aunque el onomástico del día corresponde a quienes llevan el nombre de Manuel, cuyo nombre corresponde al hebreo Emmanuel, el Dios-con-nosotros que se cumple en el Sacramento, no es extraño que la picardía popular felicite también a las personas a las que se puede asignar la peculiar necedad del noble animal de carga.
La médula, sin embargo, de la fiesta es la procesión con el Santísimo. Indudablemente, se pueden hacer variadas lecturas de su significatividad, en clave religiosa, social, cultural y política. La más adecuada a nuestros tiempos identifica al Señor presente en medio de nuestras calles, como un compañero en el camino. El Documento de Aparecida recuerda:
“La fe nos enseña que Dios vive en la ciudad, en medio de sus alegrías, anhelos y esperanzas, como también en sus dolores y sufrimientos. Las sombras que marcan lo cotidiano de las ciudades, como por ejemplo, violencia, pobreza, individualismo y exclusión, no pueden impedirnos que busquemos y contemplemos al Dios de la vida también en los ambientes urbanos. Las ciudades son lugares de libertad y oportunidad. En ellas las personas tienen la posibilidad de conocer a más personas, interactuar y convivir con ellas. En las ciudades es posible experimentar vínculos de fraternidad, solidaridad y universalidad. En ellas el ser humano es llamado constantemente a caminar siempre más al encuentro del otro, convivir con el diferente, aceptarlo y ser aceptado por él” (n. 514).
En medio de sus múltiples significados, la procesión del Corpus hace visible esta certeza de la fe: no estamos solos. Por un lado, hay hermanos a nuestro lado, caminando con nosotros, y la fraternidad es siempre un desafío y una posibilidad hermosa abierta ante nosotros. Pero también y sobre todo, aún como humanidad en nuestro itinerario no vamos solos. Nos acompaña una Presencia discreta pero eficaz, que nos consuela en nuestras luchas y nos nutre en nuestros desiertos. Su cercanía es un anuncio gozoso y esperanzador. Lejos de modas pasajeras, mantiene toda su vigencia y actualidad.