Por Juan Gaitán │

Después de conocer templos de diversas religiones (no sólo las monoteístas, sino también de tradiciones orientales) y de diversas épocas de la historia, resulta interesante encontrar factores en común. Se trata de lugares en los que las personas toman una actitud distinta, más respetuosa, más reflexiva, más atenta.

Pero sobre todo me llama la atención que, hablando en concreto de los edificios, son construcciones que intentan transmitir la majestuosidad e inmensidad de lo divino. Las comunidades religiosas no escatiman en gastos cuando se trata de levantar el templo cuya finalidad está en ser un extraordinario medio para ligar al hombre con Dios, como sea que a Él se le comprenda.

Esto que parece ser una costumbre universal (incluso pienso con tristeza en otro tipo de grandes centros para sus respectivos «dioses» llamados comercio y economía), me lleva a cuestionarme acerca de mi modo de entrar en relación con Dios.

Ya el libro del Éxodo narra cómo «Dijo Yahvé a Moisés y a Aarón» que en el primero de los meses (la Pascua hebrea) se había de ofrecer un cordero «sin defecto, macho, de un año» (cfr. Ex 12, 1-5). De lo que se tiene, lo mejor ha de ser para el Señor.

Así pues, de lo que tengo, ¿doy lo mejor a Dios? Recuerdo una etapa de mi vida en la que organizaba mi horario basado en la lucidez y la fatiga que iba presentando en los diferentes momentos del día: aquel en el que me solía sentir más vivo y menos cansado, decidí dedicarlo a la oración diaria.

Está el ejemplo de la viuda pobre (Lc 21, 1-4). Ella en una monedita dio al Señor «todo cuanto tenía para vivir». Es claro que para esto se necesita profundizar en el misterio de Dios con perseverancia para darle su justo lugar: el primero, el centro. De Él venimos y hacia Él nos dirigimos.

Cada quien, desde su vocación, no ha de dejar pasar la pregunta sobre el lugar en el que coloca a Dios. Sería un error reducir esto a cuestiones como «¿me da flojera ir a misa?», pues sabemos que, aunque la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana, el Evangelio es algo mucho más amplio y comprometedor que una hora a la semana.

Por último, es interesante pensar en Jesucristo. ¿A quién dedicó lo mejor que tenía para ofrecer? Es verdad que con su sacrificio en la cruz redimió a la humanidad entera, pero en sus días cotidianos se puede leer una especial entrega a la oración, a sus amigos y, sobre todo, a los pobres, los enfermos, los excluidos. Vivió su entrega al Padre a través de dar lo mejor de sí a la humanidad más vulnerable.

Hoy la ofrenda está en nuestras manos. ¿Somos, como los templos, un medio para mostrar la majestuosidad de Dios? ¿Entregamos a Él, con pasión, nuestros mejores materiales, el arte más bello, nuestro tiempo más preciado?

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