Por Luis GARCÍA ORSO |
Andrew es un joven de 19 años que ha entrado a la mejor escuela de música. Le apasiona el jazz y ser baterista; sus ídolos: Jo Jones y Buddy Rich, icónicos en la interpretación de la batería en Estados Unidos. Andrew está decidido a emularlos y a dar lo mejor de sí. Fletcher es el profesor más exigente de la escuela, el gran conocedor de jazz y el director más estricto. El profesor acepta a Andrew en su grupo, y comienza el ensayo más apasionante, trepidante y emocional que pueda darse, puesto en la pantalla.
Como espectadores somos testigos directos de los cuestionables métodos de enseñanza de este maestro: presionarlos, retarlos a más, regañarlos, humillarlos en público, hacerlos sufrir por lo que se proponen, burlarse de sus sentimientos. ¿Hasta dónde puede llegar un profesor para enseñar a sus alumnos a ser los mejores? ¿Hasta dónde debe llegar un alumno? ¿De qué está hecha la calidad profesional? ¿Qué tanto quiere uno sacrificar por lo que ama? Las preguntas nos las hacemos los espectadores; la película sólo va mostrando lo que sucede en este encuentro entre profesor y alumno. Pero el asunto mismo suena actual por alguna tendencia a rebajar la calidad de la educación y de los ideales de vida, o al revés, a hacerla muy competitiva.
La realización tiene a su favor que el joven director de cine Damien Chazelle pasó por una escuela de jazz y que el joven actor Miles Teller también practica la batería. Pero lo mejor es la manera como el director filma, nunca perdiendo el ritmo y el tiempo (el tempo musical) que requiere la historia a modo de una partitura, de principio a fin. Casi todas las secuencias son en interiores (salones de ensayo y de estudio, auditorios); casi todo a oscuras menos el instrumento y su intérprete, que emiten una luminosidad que crea intimidad y compenetración con la música y la historia.
En jazz, la batería marca el ritmo de la música, y a ella se suman saxofones, trompetas y contrabajo. Pero la batería pide una habilidad distinta a cualquier otro instrumento, porque manos, pies, cuerpo, oído, sensaciones, tienen cada uno su propio lugar y tiempo en la interpretación. El joven aprendiz-ejecutante y el estricto profesor-director lo saben y lo quieren llevar adelante en la mejor ejecución, que puede ser genial pero también un fracaso. Entonces la interpretación musical y la película se transmiten a través de manos, baquetas, platillos, tambores, pies, miradas, sudor, sangre, rabia, pasión. Todo perfectamente orquestado, vibrante, para llegar hasta las entrañas del mismo espectador. En Whiplash la música no sólo se escucha sino se siente, se contempla, se sufre, se goza, se sangra. Hay que dejarse llevar.
En un tiempo en que se banalizan tantas cosas importantes de la vida, en que se prefieren los intereses materiales, o se busca la moda pasajera, Whiplash apuesta por amar con pasión lo que se desea como vocación en la vida.