Por Juan GAITÁN |

En el evangelio de Juan, Jesucristo emplea para sí mismo ciertos simbolismos llenos de un significado que, de contemplarlos y llevarlos a la vida, determinarían nuestro modo de ser cristianos: “El que come mi carne…”, “El que bebe mi sangre…”, “Yo soy el Pan de vida, el que viene a mí no tendrá hambre”.

Resulta interesante preguntarse en un momento de silencio (qué conveniente sería hacerlo en oración), ¿de qué tengo hambre?

Los evangelios de los dos domingos anteriores me han puesto a reflexionar en esto, y después de analizar la cuestión, considero que es posible resumir el “hambre de Dios”, el deseo de comunión con Él, en tres aspectos de nuestro actuar como hijos de Dios en Iglesia.

  1. La oración personal:

A toda persona que está enamorada le urge encontrarse con su amado o amada. La oración es cruzar amorosamente la mirada con Dios, dialogar, escuchar lo que Él tiene que decirnos (en su Palabra, su Verbo).

  1. Los sacramentos:

San Juan, en su evangelio, sabe que al hablar del Pan de vida, de la carne y la sangre de Jesús, está presentando una referencia directa a la Eucaristía. Esto, además, es un acontecimiento en el que se involucra todo el pueblo creyente. Es un banquete para los hambrientos.

Así, en cada sacramento encontramos al Espíritu de Dios que vive en la Iglesia y nos transforma a todos como comunidad.

  1. El prójimo necesitado:

El hambre de Dios es también hambre de prójimo, de encuentro con el otro necesitado. Ahí está Jesucristo para saciarnos. Si no somos capaces de reconocer al Hijo en el rostro de quien sufre, algo deficiente tiene nuestra experiencia sacramental y de oración.

Estos tres aspectos de la vida cristiana funcionan sólo si se encuentran unidos. De lo contrario, se estará viviendo una espiritualidad mutilada, incompleta, “cómoda”. Dios nos conceda la gracia, junto con nuestro compromiso, de ser como Jesucristo: hambrientos de Dios, ansiosos por su encuentro, el cual Él ya está esperando.

 

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