OCTAVO DÍA | Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA |
Laudato si’ 7 |
El sexto y último capítulo de la encíclica plantea un cierre magistral que integra una propuesta educativa concreta, desde una lúcida espiritualidad. «Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración» (n. 202).
La nota fundamental es la apuesta por un estilo de vida alternativo al «mecanismo consumista compulsivo» de la razón instrumental, en la que «las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios» (n. 203). En su base hay una razón antropológica, con una comprensión restrictiva de la libertad: «mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir» (n. 204). El camino debe ser una salida del egoísmo. «Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad» (n. 208).
Ello requiere un proceso educativo que genere nuevos hábitos, a partir de un compromiso con motivaciones adecuadas, que se verifica en pequeños detalles, capaces realmente de cambiar el mundo. «La educación en la responsabilidad ambiental puede alentar diversos comportamientos que tienen una incidencia directa e importante en el cuidado del ambiente, como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias» (n. 211).
En el plano espiritual, todo ello supone una auténtica «conversión ecológica». Francisco recoge para ello variados testimonios de la tradición cristiana y humana: además de Francisco de Asís, Buenaventura, Teresita de Lisieux, Juan de la Cruz y aún Ali Al-Kawwas. Desde un cambio del corazón que establezca también una conversión comunitaria, se menciona en primer lugar un sentido de «gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o reconozca» (n. 220).
De cara al consumismo, «la espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo… Se trata de la convicción de que ‘menos es más’. La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal». Se propone así «un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres» (n. 222). Aquí encuentra las razones del auténtico gozo y de la verdadera paz.
Pero también plantea la necesidad del amor en el corazón de la convivencia humana. «El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor» (n. 231).
La mirada conclusiva de la encíclica reposa sobre los misterios de la fe cristiana. Ve los sacramentos como expresión privilegiada de la valoración creyente del ambiente, descubre la huella del Dios Trino en toda la creación, y suplica a María «que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios» (n. 241). Termina con dos oraciones, una que se puede «compartir con todos los que creemos en un Dios creador omnipotente, y otra para que los cristianos sepamos asumir los compromisos con la creación que nos plantea el Evangelio de Jesús» (n. 246).