Jorge E. TRASLOSHEROS H. |

El movimiento abortista se nos presenta como si fuera parte de la vanguardia progresista, logrando confundir a personas de muy buena voluntad que buscan honestamente el bien de las mujeres. Sin embargo, se trata de su gran mentira.

Es falso que la libertad de la mujer y el aborto sean parte del mismo paquete. Se puede promover y luchar decididamente a favor de las mujeres, de la equidad de género, y estar igualmente resuelto a favor de la vida y la dignidad humana. De hecho, la segunda postura resulta mucho más coherente y razonable. Contra las mujeres no conspiran los niños, sino esta cultura machista que las reduce a personas de segunda mano.

Asimismo, los promotores del aborto tratan de justificarse bajo el argumento de que procuran la salud de la mujer por diversos medios. Sin embargo, como es evidente, el aborto no es necesario a ninguna práctica de supervisión o promoción de la salud, como tampoco de la libertad. La nuez del abortismo está en el desprecio profundo a la vida y la dignidad de las mujeres y los pequeños.

Desde su origen, el abortismo ha estado asociado a la eugenesia, a esa ideología que afirma que sólo los más aptos y dotados física, intelectual o económicamente merecen vivir, para lo cual es necesario impedir su nacimiento por eliminación o prevención. En la primera mitad del siglo se justificó por motivos raciales y de clase social. En la segunda mitad ha cambiado algo la música, pero no la letra, enderezándose contra las personas “cuyas vidas no merecen ser vividas” como son los pobres, discapacitados, quienes pudieran tener problemas en su desarrollo según estándares de bienestar narcisistas, o llanamente los “no deseados” como reza su propaganda.

Pensemos cómo —por citar un ejemplo— las prácticas abortistas han provocado la casi desaparición de las personas con Síndrome de Down en Inglaterra y España, donde nueve de cada 10 embarazos con este pronóstico terminan en la aniquilación del pequeño.

¿Alguien podría explicar por qué la vida de estas personas califica como “no deseada”? ¿Por qué se les considera carentes de dignidad? ¿Por qué sus vidas “no merecen ser vividas” si han demostrado una y otra vez su enorme capacidad de amar? Podríamos preguntarnos, también, por la eliminación sistemática de mujeres mediante el aborto en China o India, y crecientemente en Occidente, un asunto acallado por los promotores del aborto. Al final, siempre llegaremos a la misma respuesta: lo hacen por el desprecio a la vida humana.

Entre los grandes filósofos contemporáneos, quien lo entendió con claridad fue Max Horkheimer, uno de los fundadores de la Escuela de Frankfurt, quien miró con gran simpatía la encíclica Humanae Vitae de Paulo VI. En ésta el Papa hizo profética denuncia de la mentalidad antinatalista de nuestro tiempo que, como demostró el filósofo alemán, estuvo en el corazón de la Alemania nazi. No es casualidad que hoy los grandes adalides del abortismo lo sean también de la eutanasia, disfrazando sus dichos con eufemismos como “suicidio asistido” o “muerte digna”.

Es tiempo de armarse de valor y cuestionarse honestamente, con dolor si es preciso, ¿qué tiene de progresista una postura cuya propuesta consiste en matar seres humanos? Es necesario decirlo sin cortapisas. El abortismo es pieza fundamental de la cultura que desprecia la dignidad de los débiles e indefensos. En el aborto encontraremos muerte; nunca libertad y mucho menos justicia.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @jtraslosor

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