OCTAVO DÍA | Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA |

Laudato si’ es una encíclica poliédrica. Entre sus múltiples caras, no deben ignorarse los pasajes que resultan incómodos a una cierta cultura dominante. Su denuncia de la injusticia ecológica alcanza, ciertamente, los temas del aborto, de la ideología de género y de la salud reproductiva.

Leemos, por ejemplo, a propósito de la escandalosa distribución de la riqueza. «En lugar de resolver los problemas de los pobres y de pensar en un mundo diferente, algunos atinan sólo a proponer una reducción de la natalidad. No faltan presiones internacionales a los países en desarrollo, condicionando ayudas económicas a ciertas políticas de ‘salud reproductiva’. Pero ‘si bien es cierto que la desigual distribución de la población y de los recursos disponibles crean obstáculos al desarrollo y al uso sostenible del ambiente, debe reconocerse que el crecimiento demográfico es plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario’. Culpar el aumento a la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas» (n. 50).

Sin dar lugar a equívocos, el Papa Francisco confirma la convicción de que la vida humana personal se encuentra desde el momento de la concepción y debe ser protegida en todas sus etapas, y denuncia que «no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos. Es evidente la incoherencia de quien lucha contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada. Esto pone en riesgo el sentido de la lucha por el ambiente» (n. 91).

Y también: «La falta de preocupación por medir el daño a la naturaleza y el impacto ambiental de las decisiones es sólo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad -por poner sólo algunos ejemplos-, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza» (n. 117).

Explicitando aún con más claridad la cuestión del aborto: «Dado que todo está relacionado, tampoco es compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto. No parece factible un camino educativo para acoger a los seres débiles que nos rodean, que a veces son molestos o inoportunos, si no se protege a un embrión humano aunque su llegada sea causa de molestias y dificultades. ‘Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosos para la vida social'» (n.120).

Y todavía más: «Es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos. Se olvida que el valor inalienable de un ser humano va más allá de su desarrollo. De ese modo, cuando la técnica desconoce los grandes principios éticos, termina considerando legítima cualquier práctica» (n. 136).

Por último, respecto a la ideología de género que intenta imponer creaciones culturales sobre la ecología humana: «La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda ‘cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma'» (n. 155).

Una ecología sin Dios es una ecología incompleta. Como lo es una que descuide alguna faceta de la compleja realidad del mundo. Aprender a leer en su propia armonía el libro del universo como la manifestación de alguien mayor, ha sido y sigue siendo el principio de la auténtica sabiduría. También de la sabiduría ecológica, que tanta falta nos hace, como especie, como misterio, como hijos de Dios.

 

Artículo publicado el 21 de agosto de 2015 en el blog Octavo día de eluniversal.com.mx. Reproducido con permiso del autor

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