Por Mónica MUÑOZ |

«El diablo sí existe y trabaja a todas horas», fue la advertencia de la anciana para su nieto, que salía rumbo a un antro para «divertirse» con sus amigos. La mujer desconocía el nombre del lugar y lo que el muchacho iba a hacer allá, sin embargo, su edad y experiencia le indicaban que se trataba de un sitio no recomendable para nadie. Esta historia se repite todos los fines de semana, con una diferencia: cada vez crece más el número de los incrédulos sobre la existencia del diablo.

Yo recuerdo que cuando era niña, mis compañeras de juegos solían sentenciar gravemente «no lo levantes porque ya lo chupó el diablo» cuando se nos caía algún dulce al suelo, por la infantil suposición de que el infierno está debajo de nosotros, como en una especie de subterráneo. Por supuesto, el infierno no es propiamente un lugar, según explican los teólogos, sino un estado de vida que significa la eterna separación de Dios, en donde las almas que caen en la desgracia de morir en pecado mortal sin arrepentimiento por las ofensas hechas contra su Creador permanecen eternamente sufriendo por haber perdido la gloria prometida a quienes hacen la voluntad divina.

A mí, particularmente, me alarma la idea de condenarme por no luchar lo suficiente en esta vida en contra del demonio y sus tentaciones, como me preocupa también que actualmente, muchos son los que no sólo dudan sino que niegan rotundamente la existencia del maligno, alegando que se trata de una fábula porque, según ellos, el infierno está aquí.

Lo cierto es que la Iglesia Católica encomienda a algunos sacerdotes realizar las tareas de exorcizar los demonios a quienes se comprueba que son aquejados por ellos, lo que ocurre cada vez con mayor frecuencia. Es espeluznante reconocer la presencia demoniaca no sólo en los posesos que lo buscan imprudentemente, o en lugares donde cunde la perversión sino, peor aún, donde se busca a Dios y se procura vivir en paz.

Y es sencillo reconocerlo: Un hogar en donde papá, mamá e hijos llevan una vida iluminada por la fe y la transmisión de valores cristianos será blanco frecuente de los embates del enemigo, que buscará a toda costa hacer caer en el pecado a los habitantes de la casa, provocando peleas, celos y envidias. Sin lugar a dudas, si la familia se aferra a su fe, hace oración junta, asiste a Misa y practica la caridad cristiana, se le resbalará de las garras al demonio.

Porque es real la asechanza demoniaca; además, hay que recordar que no es sólo uno el diablo: aunque su número es desconocido, sin embargo podemos entender que son incontables; un  pasaje del Evangelio de San Marcos menciona que, cuando Cristo realizó un exorcismo preguntó su nombre al espíritu inmundo, el cual respondió que se llamaba “Legión,” porque eran muchos (Mc 5, 1-20).

Incluso tienen nombres, la Sagrada Escritura habla de varios, siendo el líder de todos, Luzbel.  Y su influjo es terrible, pues seduce al ser humano para que caiga, al igual que él, en la desdicha  y desobediencia a los mandatos de Dios, por envidia y odio, porque el demonio nos odia de tal manera que hace todo lo posible para que corramos con la misma suerte que él, eligiendo perder nuestra alma por escuchar sus sugestiones.

Por eso es necesario rescatar la enseñanza de la Iglesia respecto al demonio, que, dicho sea de paso, no es exclusivo de los católicos, todos los seres humanos estamos expuestos a ser asechados por el instigador, por eso en todas las culturas encontramos la figura del mal, que hace lo posible por perder a quien escucha su sugerente voz.

Tomemos en serio a este ser, que se pone inmensamente feliz cuando se niega su existencia, pues de esta manera es más libre para actuar y arrastrarnos con él.  El que vive atormentado, cumple lo que dice San Agustín: «La muerte de Cristo y Su resurrección han encadenado al demonio. Todo aquél que es mordido por un perro encadenado, no puede culpar a nadie más sino a sí mismo por haberse acercado a él.» (San Agustín)

Agradezcamos a Dios porque ha enviado a su Hijo para librarnos del pecado y las tinieblas y actuemos con prudencia y confianza en el Señor, Él, que permanece siempre fiel a quien escucha su voz y realiza su voluntad. Y  vivamos alerta, haciendo caso omiso a los halagos del maligno, recordando que es un ser real, que en verdad existe y que nos quiere con él.

 

 

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