FELIPE DE J. MONROY | Aunque el refrán diga lo contrario, no es lo mismo andar a oscuras que estar sin luz. Bien se puede padecer la noche más lóbrega y confusa mientras en el corazón la luz del espíritu y el entendimiento no se extinga del todo. Si hay luz, hay esperanza. Aún hay espacio para montar horizonte en la vida aunque apenas arda trémula nuestra débil flama agitada por los más salvajes y fríos vendavales.
Algo de esto me vino a la mente mientras participaba en la ‘cámara oscura’ que El Observador de la Actualidad ideó para celebrar sus 20 primeros años de existencia como un medio católico de periodismo profesional en México. Junto a su director, Jaime Septién (amigo y columnista de esta casa); Francisco Prieto, fecundo escritor y conductor; Tomás de Híjar, sacerdote diocesano y prolífico escritor; y Jorge Traslosheros, historiador y director fundador de esta revista en México, conversamos ampliamente sobre los desafíos que el periodismo católico enfrenta en el México del siglo XXI. Y la figura me pareció de lo más oportuna: un periodismo que lleva casi un siglo de noche oscura pero que no ha dejado de aluzar su realidad con audaces destellos de mentes prodigiosas y corazones honestos; un periodismo y una propuesta cultural que no se ha envanecido de brillar con luz propia sino que se acepta agradecido como humilde reflejo de un portento de mayor claridad: el misterio de la verdad y de la libertad.
Oscuros los telones del teatro, la luz caía sobre las cabezas de los que allí participamos y, sin rodeos, la definición de periodismo que compartimos: servicio.
Servicio a la verdad, a la justicia, a la identidad, y la convicción de propiciar un espacio para compartir, para dialogar y construir. Servicio para los hombres y mujeres de hoy y de ahora, que viven y padecen la realidad junto a nosotros. Un periodismo que nunca calle lo evidente ni que llene sus espacios por consigna utilitaria como aquella de la que se burlaba -y con razón- Henry Fielding en el siglo XVIII: “Un periódico consta siempre del mismo número de palabras, haya noticias o no las haya”.
Buscamos un periodismo que sin rodeos dialogue con las periferias de la noticia tradicional y plantee inquietudes que verdaderamente sean útiles para sus lectores, para sus audiencias y para esa comunidad participativa junto con la cual el periodismo está obligado a estar.
Nuestro colega en Vida Nueva Colombia y maestro de periodistas, Javier Darío Restrepo, también reflexionaba a la distancia esta misma inquietud sobre lo que desea ser esta revista y el tipo de servicio que queremos hacer desde nuestra identidad y pasión: ¿Mostramos un lenguaje y estilo alejado del acartonamiento y la solemnidad curial? ¿Promovemos la pluralidad con información y enfoques que contribuyen al ensanchamiento de la mente y el corazón de los lectores? ¿Cómo generamos confianza más allá de nuestras fronteras, cómo dialogamos con los creyentes y los no creyentes, cómo elevamos los periscopios dentro de la nueva nube universal e interconectada?
Menudo reto. Y más si atendemos la crítica que Juan Pablo II dejó para evitarla: “los medios han acostumbrado a ciertos sectores sociales a escuchar lo que halaga a los oídos”. Medios y periodistas que miramos en el hombre la dignidad trascendente, asentimos con temor y esperanza ante la advertencia de Albert Camus: “Una prensa libre puede ser buena o ser mala, pero sin libertad, la prensa nunca será otra cosa que mala”.
Menos mal, que aún hay luz.