Por Antonio MAZA PEREDA | Red de Comunicadores Católicos |
Estamos en los tiempos del Sínodo sobre la vocación y la misión de la familia en la iglesia y en el mundo, que durará hasta el 25 de Octubre próximo. Un tema muy relevante: cuando se habla de familia se habla de la inmensa mayoría de la gente, porque casi todos venimos de una familia y vivimos en una. De modo que, cuando se habla de la pastoral familiar, casi se está hablando de la pastoral de todos.
De este evento, muy necesario y en cierta medida muy esperado, ha ocurrido como es frecuente un manejo mediático que se ha reflejado en incomprensión, distorsión y manipulación de varios de sus contenidos. En concreto, el Sínodo se ha presentado como un evento que tiene como sus temas centrales la comunión de los divorciados vueltos a casar, las uniones de convivencia homosexuales y la adopción de niños por parejas homosexuales.
Un entendimiento importante de algunas situaciones de la familia, ha permanecido invisible en los medios y, me temo, en muchos de los ambientes en los que se tratan los temas de familia, aunque son mencionados en el documento preparatorio (Instrumentum Laboris) que, desgraciadamente, fue filtrado a la prensa y presentado de una manera bastante distorsionada.
Algunos de esos temas van íntimamente relacionados y presentan situaciones de familia a las que podríamos llamar, un tanto exageradamente, los nuevos huérfanos y viudas. No por negar que puedan existir también necesidades en los viudos, sino tratando de recordar la primera labor encomendada a los laicos en la Iglesia naciente, la de la atención a las viudas y los huérfanos. Por no mencionar la frecuente mención que hace el antiguo testamento a este grupo como uno particularmente vulnerable.
Partimos del hecho de que cada vez hay menos matrimonios. De todos los tipos, sean civiles o religiosos. En México, por ejemplo, en el año 2000 unos 700,000 matrimonios de una población de 100 millones de habitantes; el dato del año 2013 nos dice que hubo 600,000 matrimonios en una población de casi 120 millones de habitantes. Una fuerte reducción en el número de parejas que deciden formalizar su relación mediante un vínculo legal y religioso. Como es de esperarse, en paralelo crece el número de las uniones libres o, en muchos casos, el de las relaciones ocasionales que no forman ningún tipo de vínculo.
Ha aumentado de una manera importante el número de divorcios: de aproximadamente siete por cada 100 matrimonios en el año 2000, a más de 18 por cada 100 matrimonios en el año 2013. Pero, sin embargo, el divorcio sigue siendo una situación de la clase media alta y la clase alta, así como de las personas con mayor grado educativo. Esto no quiere decir que no haya separaciones entre las clases media y pobre: lo que ocurre es que no se tiene la formalidad de un divorcio y en su lugar se da una separación informal, por no llamarle abandono de la pareja.
En consecuencia, según el censo del 2010, en este país hay poco más de 800,000 mujeres que se declaran divorciadas, mientras que más de 2,200,000 se declaran separadas. Sorprendentemente, el número de viudas registradas por el censo es aún mayor: más de 2,900,000. Lo cual nos dice que hay un gran reto pastoral que viene de las separaciones informales. Con todo lo dañino que pueda ser un divorcio, al menos en este caso se cuida la manutención de la esposa y de los hijos y los tribunales se aseguran de que se den a los dos cónyuges el acceso para mantener una relación con sus hijos. Cosa que no ocurre en las separaciones informales.
Es un hecho ampliamente documentado que las familias en donde no están ambos cónyuges, hay un empobrecimiento brutal, particularmente cuando la que queda a cargo de los hijos es la esposa. Y no está debidamente documentado el daño psicológico que reciben los hijos, que viven en la incertidumbre y en muchos casos, por supuesto indebidamente, viven un sentimiento de culpa al sentir que ellos de alguna manera han provocado la separación de los padres. En algunos casos se da el hecho de que el cónyuge que queda a cargo de los hijos provoca en ellos un resentimiento muy fuerte hacia el otro cónyuge que no está de tiempo completo con los hijos. De fondo, los hijos también son víctimas de las separaciones y el divorcio. Las que, posiblemente, reciben mayor daño.
Poco se ha hecho de una manera formal para atender a estas nuevas viudas y huérfanos. Huérfanos de cariño, incluso de recursos, de un cuidado que el cónyuge que queda su cargo no les puede dar de una manera completa, en su batalla por ganarse la vida. Viudas de cariño, apoyo, comprensión y amistad. Afortunadamente, en nuestro medio, la familia extendida sale al paso de estos problemas. Una cantidad importante de estas familias incompletas son acogidas por su familia de origen. Entre un 50 y un 60% de las viudas, madres solteras, divorciadas y abandonadas viven con su familia de origen y reciben de ella un apoyo invaluable. Es el cuerpo místico de Cristo haciéndose cargo de los suyos. Pero aún queda una proporción muy grande de familias que no reciben ese apoyo por diversas razones y en las cuales debería ofrecerles la atención de nuestras parroquias y de nuestras instituciones eclesiásticas.
Otro tema: estas separaciones, formales o informales, solo son un síntoma. Las preguntas son: ¿qué los separó? ¿Hay algo que podamos hacer, como Iglesia para evitar esas rupturas? ¿Podemos ir más allá de remediar las consecuencias?
¿Qué tal pensar en términos de una pastoral de madres y padres solos? ¿Qué tal una pastoral para estos nuevos huérfanos? Un tema que requiere de apoyos económicos y psicológicos pero sobre todo de cariño, apoyo, compresión y presencia: un lugar a donde acudir cuando ya no se soporta más, cuando el corazón duele, las culpas reales o imaginarias atacan y se siente en toda su profundidad la soledad. Que estas nuevas viudas y huérfanos no tengan que vivir el aislamiento que sintió Aquel en la cruz clamaba: «Dios mío, Dios mío: por qué me has abandonado». Y que no tengan que vivirlo porque sienten que, para el cuerpo místico de Cristo, ellos y ellas importan.