¿Se transmite la pobreza de generación en generación? ¿Es inevitable que el hijo del nacido pobre muera como tal? Con frecuencia se responde “no”: salir de la pobreza es posible. Sin embargo, algunos de los países centroamericanos están organizados de tal manera que es muy difícil que ese “no” cobre realidad. En El Salvador, si sumamos la pobreza multidimensional, medida por primera vez por el actual Gobierno, y la que se estima por ingreso, el baremo tradicional, resulta que prácticamente la mitad de la población es pobre. ¿Puede este grupo tan amplio romper el círculo? Lamentablemente, hay que decir que no, a menos que todos los salvadoreños colaboremos para transformar las estructuras o modos de convivencia institucionalizados que mantienen a la gran mayoría en la pobreza.

En el caso de la educación, el ejemplo es evidente. Un niño que por su situación de pobreza no recibe adecuada estimulación temprana, no asiste a la escuela sino hasta los siete años, pasa poco tiempo en las aulas, tiene maestros deficientes, no termina el bachillerato está destinado a ser pobre. Y más en esta época del conocimiento. Si además su casa es deficiente, diminuta, sin agua, un horno por falta de cielo falso, tenderá a estar en la calle. Tendrá, además, la presión de la migración y de la delincuencia, pues aún no tiene edad de trabajar. Y cuando quiera hacerlo, se encontrará con pocas posibilidades de encontrar un empleo formal. En el mejor de los casos, ganará un salario mínimo que experimentará como insuficiente. Y al final se dará cuenta de que está en la misma pobreza de sus padres, y preocupado por ver cómo saca de ella a sus hijos. A todo esto hay que sumar los altos índices de violencia intrafamiliar, abandono y migración, que dejan a los niños en situación de vulnerabilidad social, económica y afectiva.

Recientemente, un periódico dedicaba el titular de su portada al aumento de la pobreza. En la nota correspondiente no se decía que los incrementos en el precio de la canasta básica a causa de factores estacionales pueden hacer que más de cien mil personas entren en la pobreza en un lapso de tiempo relativamente corto. Ello porque los salarios son bajos, no alcanzan a cubrir las variaciones de los precios del mercado, y porque gran parte de la población vive en situación de vulnerabilidad. Y la culpa de esto no hay que buscarla en los Gobiernos, sino en las estructuras socioeconómicas. Los Gobiernos tienen, sí, la responsabilidad —aunque en la práctica no la hayan asumido— de transformar esas estructuras que perpetúan la pobreza. Al igual que la gran empresa privada que las creó y las ha mantenido y defendido a través de sus gremiales y de los partidos políticos que le son afines.

Romper la transmisión intergeneracional de la pobreza es tarea de todos. En primer lugar, por supuesto, de los órganos del Estado, responsables de dirigir la cosa pública hacia el bien común. Y los partidos de oposición deberían apoyar sin fisuras esa tarea básica para el desarrollo y la seguridad ciudadana. Porque la pobreza intergeneracional, sumada al aumento constante de la desigualdad, como es el caso salvadoreño, siempre genera violencia. Y la violencia, con gran acierto, ha sido incluida en la medición multidimensional como un factor generador de más pobreza. Pese a ello, todavía hay partidos que ni siquiera tienen conciencia del problema. Como tampoco parece tenerla un sector de la empresa privada lanzado a la oposición sin reconocer su responsabilidad en la transmisión intergeneracional de la pobreza. Cambiar las estructuras sociales, abrirlas a las grandes mayorías es indispensable para el desarrollo. Y esto hay que repetírselo tanto al Gobierno actual, demasiado tímido en lo necesario y excesivamente propagandístico en lo accesorio, como a la derecha política y a la gran empresa privada, que deben renunciar a sus esquemas mentales excluyentes y autoritarios. Si en el pasado hubo racismo contra lo indígena, en el presente hace sufrir lo que podríamos llamar racismo del dinero. Un racismo que genera la misma segregación y discriminación que la creencia en la superioridad racial.

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