En el Ángelus de este domingo, a todos los peregrinos congregados en la plaza de san Pedro, el Papa Francisco les donó un ejemplar del Evangelio de San Lucas, con la invitación a “leerlo cada día; así la misericordia del Padre habitará en vuestro corazón y podrán llevarla a cuantos encuentren. El regalo fue distribuido por los voluntarios del Dispensario “Santa Marta” en el Vaticano y por “los abuelos y las mujeres”. “¡Cuántos méritos tienen los abuelos y las abuelas que transmiten la fe a sus nietitos!”.
La elección del Evangelio de Lucas se debió al hecho que éste es definido como “el Evangelio de la misericordia”. De hecho “el evangelista- explica el pontífice” reporta las palabras de Jesús: “Sean misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre” (6,36), del cual se sacó el tema de este Año Jubilar”. El librito, que lleva por título «El Evangelio de la Misericordia de San Lucas», al final tiene una lista de las obras de misericordia corporales y espirituales. “Sería hermoso- agregó Francisco- que los aprendieseis de memoria porque así es más fácil hacerlas.”. “Os invito a tomar este Evangelio para que la misericordia del Padre obre en vosotros”.
Con anterioridad, el Papa había comentado el Evangelio del V domingo de Cuaresma (Año C, Jn. 8,1-8), que narra el episodio de la adúltera que es presentada a Jesús y que la gente quiere lapidar.
“La escena- explicó- se desarrolla en la explanada del templo. Jesús está enseñando a la gente, y he aquí que llega un grupo de fariseos y escribas que arrastran ante Él a una mujer que había sido sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así, en el medio entre Jesús y la multitud (cfr. V. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia de sus acusadores. En realidad, ellos no fueron a lo del Maestro para pedirle su parecer, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús habrá de seguir la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perderá su fama de bondad y dulzura que tanto fascina al pueblo; si, en cambio, querrá ser misericordioso, deberá ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quiere abolir sino cumplir (cfr, Mt. 5,17)”.
“Esta mala intención- continuó- se esconde tras la pregunta que le hacen a Jesús: “Tú, ´qué dices?” (v.5). Jesús no les responde, calla y realiza un gesto misterioso: “se inclinó y se puso a escribir en el suelo”” (v.7). En ese momento, invita a todos a la calma, a no obrar sobre la ola de la impulsividad y a buscar la justicia de Dios. Pero ellos insisten y esperan de Él una respuesta. Entonces Jesús alza la mirada y dice: “Quien de vosotros no tenga pecados, tire la primera piedra contra ella” (v. 7). Esta respuesta desplaza a todos los acusadores, desarmándolos en el verdadero sentido de la palabra: todos depusieron las “armas, o sea, las piedras, que estaban listas para ser tiradas, tanto las visibles, contra la mujer, como las que tenían escondidas, contra Jesús. Y mientras el Señor continúa escribiendo sobre el suelo, los acusadores se van, uno tras otro, con la cabeza gacha, comenzando por los más ancianos, que eran más conscientes de que no estaban sin pecado.
Y hablando libremente, agregó: “¡Cuánto bien nos hace ser conscientes, también a nosotros, de que somos pecadores! Y, ¡Cuánto bien nos hace tirar al suelo las piedras que tenemos para arrojar a los demás! Pensemos un poco en nuestros pecados”.
Francisco continuó: “Se quedaron sólo la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a otra. Y esto cuántas veces sucede entre nosotros, cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza de mostrar nuestra miseria y pedir perdón… “Mujer, ¿dónde están?” (v. 10), le pregunta Jesús. Y es suficiente esta constatación y su mirada llena de misericordia y de amor-, para hacer sentir a esa persona que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que puede cambiar de vida, que puede salir de su esclavitud y caminar por un nuevo sendero”.
“Aquella mujer-concluyó- nos representa a todos nosotros, pecadores, es decir, adúlteros ante de Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia, que nos salva del pecado y de la muerte. Él escribió en la tierra, en el suelo del cual está hecho todo ser humano (cfr. Jn. 2,7), la sentencia de Dios: “No quiero que tú mueras, sino que vivas”. Dios no nos clava en nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere también que nosotros lo deseemos junto a Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible con su gracia. La Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia, para volvernos creaturas nuevas”