Por Antonio MAZA PEREDA | Red de Comunicadores Católicos |
Entre los conceptos que ha manejado el Papa Francisco, el de las periferias es uno de los más poderosos. Explica parte de una “cultura del descarte”, que considera que hay grupos marginales que son fácilmente substituibles y a los que es legítimo mantenerlos es esa condición. Obviamente en esa categoría están pobres, víctimas de la trata, emigrantes, ancianos y otros.
Yo creo, y estoy dispuesto a que me corrijan, que otras periferias son los grupos alejados de la Iglesia, no necesariamente de la religión, personas a las que no se atiende, precisamente por su alejamiento. Entre ellos están los académicos: profesores e investigadores de todos los niveles educativos, en instituciones públicas y privadas.
Muchos de ellos alejados de la Iglesia: formados en las escuelas normales y en el sistema de formación de docentes, donde prevalece el positivismo del siglo XIX y se les forma en el criterio de que la religión en un consuelo de los ignorantes y que la marca de una persona educada es ser escéptico en lo religioso. Obviamente muchos no compran esa prédica, pero también es cierto que la mayoría está poco formada en la doctrina católica.
Luego está el aspecto de la remuneración. Los académicos viven, sí no un voto de pobreza, al menos uno de austeridad. Un profesor gana casi siempre menos de lo que ganaría un profesionista con su misma preparación y experiencia. De hecho, en la enseñanza básica y de otros niveles, no es raro encontrar profesores vendiendo Tupperware, cremas u otros bienes, para complementar su ingreso. O trabajando un segundo turno, a costa de su salud y del tiempo que deberían dedicar a su preparación y la olvidada, pero fundamental labor de calificar los trabajos escolares.
Eso, si tienen plaza. Muchos trabajan por honorarios; sobre todo en escuelas privadas. Hay universidades, públicas y privadas, donde hasta el 70% del profesorado trabaja sin plaza. Lo cual significa menor pago y ausencia de prestaciones sociales, de salud así como de fondo de retiro. El profesor es como una pieza intercambiable. Si ya no puede seguir, si sale del campo de la enseñanza, no hay problema. Siempre hay modo de encontrar un reemplazo. Es barato despedirlo. Y esto se nota. A la sociedad no le ha importado esta situación. Este sistema produce costos bajos y por eso se mantiene.
Ante esto, me parece que se justifica considerar a los académicos como una periferia. Una para la que no hay una pastoral específica. Un apostolado que no se hace en parroquias y diócesis. Bueno, hay excepciones. Un arzobispo, ya muerto, dedicaba mucho de su tiempo personal, al dialogo con académicos e intelectuales, creyentes y ateos. Y sospecho que a más de uno convirtió. Fue arzobispo en Cracovia, se llamaba Karol Wojtyla y hoy lo conocemos como San Juan Pablo II.
Nuestro Papa Francisco pide, con justicia me parece, que se dé una estructura laboral que permita que los padres y madres pasar más tiempo con sus hijos. Es interesante el hecho de qué, si papá y mamá trabajan, los maestros pasan tanto o más tiempo con nuestros hijos del que pasamos los padres, si descontamos las horas de sueño. En la adolescencia, donde se da un natural distanciamiento con los padres, muchos alumnos acuden a los profesores buscando consejo y apoyo. Y también después los adultos jóvenes. Una influencia muy fuerte y que, en la inmensa mayoría de los casos, es positiva. Pero que podría ser mucho mejor si una parte de nuestras inquietudes apostólicas se orientaran a esta periferia. Y es importante que, como sociedad, vayamos más allá de la justa exigencia de que los académicos estén preparados y exijamos también que se les trate con equidad.