ENTRE PARÉNTESIS | Por José Ismael Bárcenas SJ |

Había pensado titular este texto como “radiografía de un perfecto imbécil” y así hablar a gusto de Donanld Trump, cuando recordé que hace poco, repasando los apuntes de filosofía de Jorge Manzano, SJ. (qepd), leía las líneas que Søren Kierkegaard le dedica a Nerón. Nerón vivía en los caprichos del instante. Incendia Roma y no sabemos si los motivos fueron los resentimientos acumulados hacia la ciudad eterna o simplemente para disfrutar del espectáculo. La naturaleza de Nerón es la melancolía. Entendamos melancolía como desequilibrios y falta de armonía en las relaciones con los demás, consigo mismo, con Dios y con la naturaleza. Hay algo en Nerón que se quiere fraguar y no cuaja. Su falta de consonancia entre sus fueros internos y externos no se da y una pesada sombra comienza a cubrirlo todo como una nube. Nube de pesimismo, desprecio y odio.

Por eso, la mirada de Nerón es sombría y alarma a todo el mundo. Detrás de sus ojos no hay sino tinieblas. Es la mirada llamada “imperial”, ante la cual tiembla el mundo entero. Es la mirada del terrorista o del dictador. Su gozo y placer es aterrorizar a los demás. Y, sin embargo, en el fondo, Nerón es presa de la angustia. Está seco y nada lo sacia. Su pecado es no querer profundamente a nada, ni a nadie, sólo se ‘ama’ a sí mismo.

No recuerdo si lo leí o le escuché a Carlos Fuentes que, para entender a demagogos (sean de izquierdas o de derechas), más que ir al ‘niño herido’, había que ir al ‘adolescente herido’. En la pubertad somos vulnerables, manipulables y maleables. Somos, pero todavía no somos nosotros mismos. Podemos entender al político populista por las burlas, inseguridades o de desamores juveniles de los que fue víctima. Así, años después, lo veremos seduciendo y solicitando el voto o haciendo golpe de estado para, ya en el poder, pasar factura a todos.

La pubertad es la época en que experimentamos poses, exageramos el acento y podemos tener exceso de fanfarronería, pues todavía no somos nada. Una herida, la falta de algo o alguien, o el exceso puede marcar y deformar el “yo”. El “ego” sería esa deformación del yo. El yo sería nuestro ser auténtico, lo que realmente somos y, a la vez, seguimos construyendo de nosotros mismos. Pero si el ego aplasta al yo, nos quedamos en grotesca caricatura adolescente.

Si Donald Trump quiere tener en la edad mental de Justin Bieber, no hay problema, puede seguir siendo un magnate inmobiliario y manejando casinos. Que haga de su vida un reality o apueste por ser la versión masculina de Kim Kardashian, Paris Hilton, Miley Cyrus o Lady Gaga, incluso de todas juntas, no pasa nada. Lo inquietante es cuando aspira a la Presidencia de la mayor potencia mundial. Por un lado, la campaña electoral le viene bien pues vive para los reflectores y para el ‘qué dirán’. Le gusta ser el centro de la atención. Goza de los aplausos. Disfruta haciendo alarde de bravuconadas y descalificaciones. Sin embargo, es un arrogante showman que está jugando con fuego y sopla sobre las cenizas de una sociedad que guarda vergüenzas como el Ku Klux Klan. Es muy preocupante, como señala Obama en una entrevista, que llegue a tener los códigos para lanzar misiles nucleares. Trump como Presidente de EUA sería un Andreas Lubitz, ese copiloto que estrelló el avión de Germanwings en los Alpes franceses.

El problema con Trump es que, en el fondo, no sabe ni qué quiere y vive embriagado de frivolidad. No deja de ser un triste y peligroso ejemplo de ese cuestionamiento que dice: ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierdes a sí mismo? (Mt16, 26)

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