Por Fernando PASCUAL |

 

Era una comida sencilla, de grupo. Un importante personaje de la Iglesia católica comentaba cómo el mundo ha cambiado, cuántas son las dificultades de la gente para aceptar el mensaje de Cristo, y cómo abordar esta situación.

En un momento determinado, el personaje ofreció su parecer: llega la hora en la que la Iglesia tiene que tomar conciencia de lo que pasa si quiere ser aceptada por los hombres de nuestro tiempo.

Un laico escucha atentamente, y luego interviene: “¿no es algo equivocado decir que la Iglesia tiene que adaptarse al mundo, cuando de lo que se trata es de que el mundo acepte y sea cambiado por la Iglesia?”

Se produce un silencio extraño en la mesa. El personaje importante vuelve con sus ideas, y señala que la Iglesia cada día cuenta con menos posibilidades de influir en la sociedad, y que no puede arriesgarse a quedar a un lado.

El laico que había intervenido antes habla de nuevo. Casi sin pensarlo, responde: “pero, ¿no cuenta siempre la Iglesia con un medio maravilloso, la oración, para intervenir en el mundo?”

La conversación tuvo lugar en algún lugar a inicios del año 2016. Refleja dos modos de entender a la Iglesia. Uno, el del personaje importante, que busca adaptaciones y “realismo”, para no perder terreno y lograr algún resultado. Otro, el de un sencillo católico de a pie, que ha sabido entender, de verdad, el Evangelio.

Porque Cristo no expuso su mensaje de salvación con tácticas de este mundo ni con análisis que llevan a adaptarse a las situaciones. Jesús fue, simplemente, un Mesías apasionado, que confío plenamente en el Padre, que rezó continuamente, y que inició el gran camino de la verdadera transformación de los corazones.

No hay que adaptar la Iglesia al mundo. Es el mundo el que necesita, urgentemente, adaptarse a la Iglesia, acoger el Evangelio, iniciar un camino de conversión. Entonces será posible romper con los pecados que nos ahogan y abrirnos a la acción del Espíritu Santo que purifica los corazones y nos permite llamar a Dios como Cristo nos enseñó: “Padre nuestro”.

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