Sigo con divertida atención las declaraciones de cuantos están involucrados en el proceso de elaboración de la Constitución de la Ciudad de México, desde la junta de notables, hasta las campañas de los políticos.

Existen dos constantes: todos prometen el cielo en la ciudad, si bien difieren en la naturaleza del paraíso urbano, y; comparten el fetichismo de la ley. Lo primero me parece casi normal entre políticos; pero al combinarse con lo segundo, la situación se torna grave. Comparten la creencia de que la ley tiene el poder de modificar mágicamente la realidad, en este caso la Constitución, haciendo del legislador el gran chamán conocedor de sus secretos y de los seres humanos los instrumentos de su ambición. Si las personas quieren obtener bienestar, entonces deben someterse al poder oculto de la ley/fetiche, cuyos secretos sólo el chamán/legislador conoce. Esto es autoritarismo.

Querido lector. Me gano la vida enseñando e investigando la historia jurídica y judicial de México, dentro de la tradición occidental a la cual pertenece. En esta historia queda claro que, la formación del Derecho era un proceso de larga duración en el cual participaban muy distintos actores sociales, diversidad de costumbres (derechos consuetudinarios), expertos en el conocimiento jurídico (juristas), jueces y legisladores. La ley era tan sólo una parte del Derecho y en ella se cristalizaba (positivaba) un momento de la experiencia jurídica que buscaba justicia en contextos específicos. Vivir bajo el Derecho era encontrarse bajo la protección de esas leyes, los tribunales, la sabiduría jurídica y las costumbres. Estaban lejos del paraíso y lo sabían, porque entendían muy bien la fragilidad humana. Por eso, los esfuerzos del mundo jurídico se centraban en buscar la justicia para dar a cada persona lo que por derecho le correspondía.

Con el advenimiento del Estado nacional en el siglo XIX las cosas cambiaron radicalmente. El Estado nacional -liberal, socialista, comunista, populista, fascista- reclamó por la violencia el monopolio del Derecho y, al hacerlo, redujo todo a un sistema formalista en el cual la ley pasó a ocupar casi todo el espacio jurídico y su legitimidad a depender solamente de ser promulgada por el Estado. El Derecho, al ser reducido a la ley, se convirtió en un acto formal del poder. Entonces la ley devino en fetiche, el legislador en chamán, el Estado en Dios y los políticos en sus operadores y principales beneficiarios. Y bajo esta mitología jurídica vivimos, diría el gran jurista Paolo Grossi.

Este formalismo puede llegar al extremo de liberar a un asesino y secuestrador por alguna irregularidad en algún momento del proceso judicial. Si la ley lo dice, así debe ser, incluso si se agarra a bofetones con el sentido común y la justicia. El caso de la hija de Nelson Vargas es una expresión normal del fetichismo de la ley. Nuestras batallas por los derechos humanos, que deberían sacarnos del sofocante autoritarismo jurídico del Estado, encuentran en éste su más importante límite. Nada puede ser considerado un derecho humano si el Estado no lo reconoce como ley.

Hoy, en el proceso de elaboración de la constitución de la CDMX podemos apreciar cómo opera esta mitología jurídica. La idea pretende usurpar el lugar de la realidad desatándose la verborrea de las promesas. El futuro legislador se piensa a sí mismo cual chamán, cuya palabra será suficiente para crear un mundo nuevo, su muy personal mundo feliz. Entonces observamos cómo el idealismo ramplón cabalga sobre el cadáver del sentido común y los despojos de la justicia.

Ahora bien, la historia también nos enseña que nada es definitivo. El Derecho puede reconciliarse con la justicia a condición de un cambio radical de perspectiva. Para vencer al fetichismo de la ley es necesario volver al principio y fundamento de cualquier experiencia de justicia: el respeto a la dignidad de la vida de cada ser humano, bajo cualquier circunstancia, sin regateos, en cualquier momento de su existencia. Sólo entonces la ley pasará a ocupar el lugar que le corresponde dentro del Derecho, para ponerse al servicio de las personas.

jtraslos@unam.mx
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