Por  Fernando Pascual │

Produce alegría encontrar quien apoya a otros en su fe, quien les enseña el Evangelio en toda su belleza y radicalidad, quien les anima a vivir la caridad y a abrirse a la esperanza.

El creyente necesita apoyos en su fe. Si faltan, ciertamente Dios no le dejará solo. Pero da una paz muy grande encontrar cerca a familiares, amigos, religiosos, sacerdotes, obispos, que animan y confirman la fe de sus hermanos.

Si encontrar apoyos produce alegría y genera paz, también uno mismo puede convertirse en ayuda para la fe de otros.

Entonces se inicia esa hermosa cadena que hace posible la transmisión católica: el fuego pasa de una vela a otra, como en la Vigilia Pascual, e ilumina a todos los que la reciben.

En un mundo donde hay sembradores de dudas, donde otros enseñan de modo ambiguo o confuso, donde no faltan quienes dejan de lado el valor de la Escritura y la Tradición tal y como la exponen los Concilios, hace falta recibir apoyo para la fe de uno, y también saber apoyar a los hermanos.

Entonces la fe, don de Dios, se convierte en experiencia compartida. Porque, como repetía el Papa Benedicto XVI, no creemos solos: somos parte de una comunidad, de la Iglesia católica fundada por Cristo. Y en esa comunidad el apoyo mutuo forma parte de la condivisión de dones.

Entonces se hace concreta y viva la expresión paulina: transmitimos lo que recibimos (cf. 1Co 15,3), gracias a la larga lista de católicos de todos los tiempos que supieron ayudarse unos a otros.

Esa lista ha quedado enriquecida, de modo todavía desconocido para muchos, en la multitud incontable de mártires de los últimos 100 años. Como también a ella pertenecen millones de padres y madres de familia que rezaban y que vivían a fondo el Evangelio.

Esa lista está abierta. En la misma también pueden incluirse, si nos dejamos ayudar por Dios y por los hermanos buenos, tu nombre y el mío…

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