Por Tíscar ESPIGARES | Comunidad de Sant’Egidio |
“Hace falta una misericordia revolucionaria en esta misericordia de burocracia y término medio”. Son palabras de Madeleine Delbrêl, una laica francesa que quiso encarnar el Evangelio viviendo en las periferias secularizadas de París durante los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial y su posguerra, tiempos de reconstrucción, no sólo de edificios e infraestructuras, sino de reconstrucción de la esperanza.
A pesar de la distancia temporal, hoy vivimos tiempos igualmente decisivos para la humanidad como los fueron aquellos años. La denominada “crisis de los refugiados” ha obligado a abandonar su tierra a más personas que toda la Segunda Guerra Mundial. No en vano el papa Francisco habla de la situación del mundo como de una tercera guerra mundial “a pedazos”. Vivimos un momento de transición epocal de la historia, ante nuestros ojos desfilan cotidianamente desde hace años las imágenes de los refugiados: hombres, mujeres, niños ancianos… que huyen de la guerra, que escapan de sus casas y sus ciudades destruidas por los bombardeos, que se juegan la vida en el mar con tal de llegar a un puerto seguro, porque a veces el mar es más seguro que tierra firme… Son imágenes que se han colado en nuestras vidas a través de la televisión, atravesando de ese modo los muros de protección y de distancia que nos rodean, aunque siempre por un espacio de tiempo demasiado breve. Y la comunidad internacional, en el mejor de los casos, sigue enfrascada en esa “misericordia de burocracia y término medio”, durante estos días precisamente en una cumbre auspiciada por Naciones Unidas.
Retomando las palabras lejanas en el tiempo pero muy actuales de Madeleine Delbrêl, hoy se necesita una misericordia que sea realmente revolucionaria, que cambie las cosas, que deje una huella profunda en la historia, porque la misericordia auténtica no se resigna, y es capaz de atravesar todo tipo de muros y fronteras. Creo que este es el sentido del Año Santo de la Misericordia al que el papa Francisco ha querido convocarnos. Un año especial para iniciar un nuevo itinerario concentrándonos en lo que verdaderamente importa, no un año celebrativo que empieza y acaba, sino el inicio de un tiempo nuevo donde la fuerza de la misericordia, desbordándose abundantemente como agua sobre tantos lugares que se han vuelto áridos por la pobreza, la violencia y la indiferencia, reavive la esperanza y abra caminos de futuro.
En este Año Santo, la Comunidad de Sant’Egidio ha sentido la urgencia de responder de forma especial al desafío de los refugiados. No podemos consentir que el mar Mediterráneo se haya convertido en un muro, un muro de agua que engulle la vida de hombres, mujeres y niños. A día de hoy este mar constituye la frontera más peligrosa del mundo, durante los ocho primeros meses de 2016, han muerto en él 3.196 personas.
Tratando de abatir este muro, la Comunidad de Sant’Egidio, en colaboración con la mesa Valdense y la Federación de Comunidades Evangélicas, ha promovido los Corredores Humanitarios. Estos corredores son un proyecto pionero en Europa por el que se han abierto puentes seguros para que los refugiados puedan llegar a Europa de forma legal y sin poner en riesgo su vida, mediante la concesión de visados humanitarios a personas en situación de vulnerabilidad (víctimas de persecuciones, de tortura y violencia y a familias con menores, ancianos, enfermos o minusválidos) procedentes de campos de refugiados en Líbano, Marruecos y Etiopía. Los corredores humanitarios son el fruto de una colaboración ecuménica entre cristianos católicos y protestantes que se han unido para llevar a cabo este proyecto que ya ha traído desde Líbano hasta Italia, en avión, a 300 personas (en octubre llegarán otras 100) y que esperamos pronto se pueda comenzar también en España.
En realidad, más que un “proyecto” al uso, los corredores humanitarios son un “signo”, una “visión” de esperanza para una Europa que, como decía San Juan Pablo II: “hoy sufre por falta de visiones”. Y no hay que buscar las visiones en los libros, los refugiados son embajadores de la visión de un mundo nuevo. Fatah, una pequeña de 8 años, nos lo demuestra: recién llegada a Roma procedente de Lesbos, (viajó en el mismo avión que el papa Francisco), en abril de este año, sus dibujos eran todos oscuros, sólo dibujaba bombas y casas destruidas. Este pasado mes de agosto Fatah, que ha comido junto a otros refugiados con el papa Francisco, ha dibujado casas, flores y personas.
Son esos “milagros” que sólo una misericordia revolucionaria puede llevar a cabo, y que nos invitan a ser cada día profetas que se atreven a “forzar” la historia.