Por Fernando PASCUAL |

Se enseña la fe de muchas maneras. También con los gestos.

La familia va a la misa dominical. Antes de entrar en la iglesia, los padres hablan con la voz habitual. Llegan a la puerta, y pasan con un silencio lleno de respeto.

El catequista explica que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Hace la genuflexión al llegar o al salir. Bien hecho, ese gesto vale más que mil discursos.

Un religioso reza en una capilla. No mira a todos los lados, ni se sienta como si estuviera en un sofá. Habla con Dios, y se nota un respeto cariñoso y sencillo.

En el hogar, antes de la comida, papá y mamá hacen una señal de la cruz serena, devota, llena de significado.

El sacerdote celebra la Eucaristía. Despliega armoniosamente el corporal, prepara las ofrendas con un hermoso sentido litúrgico, toma la patena y el cáliz con calma, dice las palabras con respeto.

Los niños, y los no tan niños, observan estos y tantos otros gestos. Para quienes conocen algo de la fe, cada movimiento explica mucho más que mil discursos.

Esto se aplica especialmente a tantos bautizados que viven bajo el bombardeo continuo de frivolidades, prisas, consumismo y mal gusto. La limpieza y el silencio que perciben en una iglesia les preparan y ayudan para empezar una oración atenta y filial.

La catequesis de los gestos, unida a la belleza (un tema que gustaba particularmente a Pável Florenski), deja, poco a poco, un toque íntimo en los corazones, que les prepara para el encuentro con el Dios Uno y Trino, y para vivir más unidos como auténticos hermanos.

Ese Dios nos enseñó, en Jesucristo, a respetar el templo y no convertirlo en cueva de ladrones. De este modo, la iglesia será un lugar de fe auténtica, que fomenta ese asombro filial y cariñoso de quien se une al Padre que nos salva a través del Hijo, y que nos ha enviado, para consolarnos, su Espíritu.

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