Por Felipe MONROY |

Este 13 de marzo del 2017, el argentino Jorge Mario Bergoglio cumple cuatro años de presidir la cátedra de san Pedro. Un pontificado intenso si se pone en la balanza la cantidad de notas periodísticas que hablan sobre él, de sus discursos y su participación en el ámbito político-diplomático. Francisco ha firmado dos encíclicas y dos exhortaciones apostólicas, quince motu proprio que se traducen en nuevos estatutos para varias oficinas vaticanas y, según el cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, coordinador del Consejo de Cardenales, ya se han logrado dieciocho reformas a la Curia romana que establecerán la base de la nueva constitución del gobierno de la Iglesia católica.En este periodo, sin embargo, no le han faltado opositores ni detractores y, si continúa la tendencia de abiertos cuestionamientos a su estilo y decisiones, es claro que en su quinto año de pontificado empeorarán las tensiones antagonistas. Este fenómeno ya lo anticipaba Benedicto XVI con tanta claridad que comprendió debía cimbrar el pontificado no sin antes dejar el testimonio del milenio cristiano en código de las virtudes teologales centrales: fe, esperanza y caridad.

Ahora, el pontificado de Francisco es el primero del siglo XXI que ya no debate en las fronteras culturales ideológicas tradicionales, pues los desafíos contemporáneos ya no pueden enfrentarse a través de contingentes abanderados o uniformados; hoy, la dignidad y la salvación de la persona (objetivos centrales de la cristiandad) ya no dependen de gremios ni de etiquetas sino de la universalidad que reside en el corazón etimológico del catolicismo.

En ese contexto, la Iglesia católica puso en el timón de su barca a un hombre que ya no habita corrientes ideológicas que aseguran llegar al destino más rápido, pero tampoco se refugia en la seguridad de las islas administrativas para garantizar unidad en torno suyo. Pero hay que ser claros: Francisco no reinventa al papado; en todo caso, Francisco reinventa a Bergoglio. Porque la ‘reforma de las actitudes’ propuesta por el Papa va de las instituciones hacia la persona, inclina la filosofía sobre la realidad y vive en diluidas fronteras culturales arriesgando los fueros que alguna vez se creyeron imperturbables. Explico:

Inclinar la filosofía sobre la realidad

No puedo iniciar esta exploración de los cuatro años de pontificado de Francisco sin recuperar la dimensión filosófica sobre la cual Bergoglio soporta su caminar pontifical. Las expone con claridad en su revolucionaria exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “Quiero proponer ahora estos cuatro principios que orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo entero: El tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; y el todo es superior a la parte”.

Con estos principios, Francisco propone que los miembros de la Iglesia católica deben abandonar la idea de ‘un catolicismo’ entendido como una porción ganada de los territorios del orbe y recobrar la mirada trascendente más allá de nuestras obsesiones. En la audaz revolución bergogliana el ‘ismo’ deja de ser un concepto inasible entre las páginas de un magisterio bimilenario o una fracción de la identidad confrontándose a su destino; por el contario, el ser cristiano, la identidad católica y la realidad superior de la salvación se debaten en el horizonte de la divinidad que yace en el seno del ser humano, allí donde realmente pertenecen, en el riesgo que implica creer con la mirada puesta en el horizonte de la promesa.

Para Francisco, la perspectiva filosófica es fundamental para entender el papel de los cristianos en el hoy y ahora, pues el cambio de época es absoluto: “El cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos en distintos campos de la naturaleza y de la vida”. Es por ello que sus aportaciones al magisterio cotidiano intentan adjuntar, en estos saltos, el mensaje atemporal cristiano pero sin jactancia de su triunfo sino en la esperanza de creer en el camino: “¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?”, como Francisco interroga en la introducción de su encíclica Lumen fidei.

Vivir fronteras disueltas arriesgando el status

Francisco no sólo ha manifestado constantemente su preocupación por las últimas fronteras de las periferias materiales y existenciales del ser humano, las habita con una simplicidad que incomoda a no pocas personas. En el mundo de la cultura líquida, Francisco vive en fronteras disueltas. Fronteras entre el ‘catolicismo’ y el resto de los credos, entre la pobreza y el privilegio, entre el valor y el baluarte. No por nada se le identifica con un pontífice implicado en el fenómeno migratorio, en la radicalidad de habitar la creación como la casa común, en su evidente participación diplomática en la geopolítica y en su insistencia en el ‘encuentro’, en el ‘contacto’, en el accidente y la salida. Francisco convence a Bergoglio a renunciar al fortín y al palacio, a la comprensión dramática de la sublime trascendencia atada a la miseria atemporal.

Por ello creo que, como navegante de la barca petrina, Francisco no opta ni por corrientes ni por islas. Prefiere, por el contrario, habitar el piélago inmenso de contradicciones donde ya naufragan el creyente y su idea de Dios, el poder y la política, la familia y su naturaleza, los derechos y las injusticias. Es un riesgo que asume Bergoglio por las complejas ambigüedades de la cultura contemporánea.

En esta convicción, Francisco arriesga los fueros recobrando la simpleza de la falibilidad de Bergoglio. La historia de aquella tarde-noche romana cuando se elevó la columna de humo blanco desde la chimenea de la Capilla Sixtina dice que Jorge Mario Bergoglio, cardenal arzobispo de Buenos Aires, eligió el nombre de Francisco por pensar en los pobres a quienes ha puesto en el centro de sus documentos y ministerios; sin embargo, en el turbio océano del siglo XXI, la posibilidad es que ha sido Francisco y sus pobres quienes eligieron a Bergoglio y ahora lo reinventan porque Jesús siempre interpela. Porque en el ocaso de los castillos institucionales, abundan los desterrados, los parias.

Don Marcelo Sánchez Sorondo, titular de la Academia Pontificia de la Ciencia, sintetiza esto con un comentario sobre el pensamiento de Bergoglio: “El Papa Francisco plantea que la solución no pasa tanto por discurrir sobre la esencia del cristianismo, porque es relativamente fácil entender el umbral del misterio, sino sobre todo por practicar el ejercicio concreto de la fe y de la caridad, que es más difícil. En esto es existencial como Kierkegaard, quien decía que el cristianismo no tiene esencia sino una práctica a realizar en la ‘existencia’: la de hacernos contemporáneos con Cristo por la participación activa de su gracia y de la caridad de su Espíritu”.

Hacernos contemporáneos es reinventarnos, ir de la certeza de la institución a la fragilidad de la persona. Bergoglio vive esto cada día siendo Francisco. Algo que puede ser sumamente ejemplar para los cristianos.

@monroyfelipe

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