Por Fernando PASCUAL |
En algunos lugares disminuye fuertemente el número de católicos. En otros, muchos que se declaran católicos viven como si no lo fueran.
Ante este tipo de fenómenos, no falta quien acusa a la Iglesia de rigidez y de falta de tacto. Si la gente no está lista para vivir una moral como la católica, ¿no habría que edulcorar el Evangelio?
La pregunta, a veces, está vestida de realismo. Se dice que no todos tienen vocación de héroes, que la vida es muy difícil, que hay que adecuarse a los tiempos, que la rigidez provoca deserciones…
Afrontar así este tema supone apartarse del Evangelio e implica una especie de pacto con la mentalidad del mundo. Es decir, va contra el modo de enseñar de Cristo y contra la verdadera acción misionera de la Iglesia.
Porque Cristo fue claro: o estamos con Él o estamos contra Él (cf. Mt 12,30). Tras el sermón sobre el pan de vida, no buscó un compromiso con los escandalizados. Simplemente preguntó a sus discípulos: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67)
Sobre todo, Jesús explicó que no podemos servir a dos señores, a Dios y al dinero (cf. Mt 6,24). Además, recalcó que si algo en nosotros nos lleva al pecado, hay que cortarlo con firmeza (cf. Mt 5,29-30).
Así se vivió la fe en las primeras comunidades, en las que san Pablo no dudaba en decir con franqueza: “¿No sabéis que ningún malhechor heredará el Reino de Dios? No os hagáis ilusiones: los immorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el Reino de Dios” (1Co 6,9‑10).
Frente a quienes dejan la Iglesia, o frente quienes se dicen católicos pero están lejos del Evangelio, lo correcto es actuar como el Maestro: buscar a las ovejas perdidas, curar a las enfermas, ayudar a las débiles, iluminar a las confundidas, rezar por todas con auténtico afecto de hermanos. Todo ello sin edulcorar el Evangelio.
En medio de grupos y sociedades caracterizadas por la tibieza, el pacto, la condescendencia, la cobardía, la simulación, el verdadero discípulo de Cristo vive unido a la vid y se convierte, entonces, en sal que purifica y luz que ilumina. Porque, “si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5,13).
Por lo tanto, en vez de buscar adaptaciones y edulcuraciones que hipotéticamente detendrían la fuga de tantos bautizados, hay que saber testimoniar y ofrecer el Evangelio íntegramente, con alegría y esperanza. Solo así ayudaremos a nuestros hermanos, porque a través de nosotros podrán redescubrir la belleza del mensaje de misericordia que Cristo ofrece a cada generación humana.