Por Mónica MUÑOZ |

Encontré en un grupo de una red social, el perfil de una mujer con una enfermedad incurable que ha manifestado su decisión por tener un “suicidio asistido”, es decir, llegado el momento en que sienta que ya no pueda más, pedirá que la maten… lo más sorprendente del caso es que muchas mujeres la apoyan y hasta dicen admirarla por la decisión que ha tomado. ¡Qué pena da que lo más sagrado que tenemos, la vida, haya sido tan devaluada!, definitivamente tiene miedo de sufrir, por supuesto que es normal, a nadie le gusta sentir dolor, a menos que se trate de un masoquista, y nuestro instinto de supervivencia clama por la vida, sin importar nada más.

Lo cierto es que la sociedad en que vivimos y el mundo hedonista que nos envuelve nos han convencido de que lo ideal es evitarnos todo tipo de dolor.  Nadie quiere sufrir ni incomodar a la familia, sin embargo, están perdiendo de vista que el dolor purifica.  Basta ver los ejemplos que los grandes santos nos han dado, recientemente, San Juan Pablo II, decidió no renunciar a su pontificado, a pesar de no poder articular palabra y haber perdido muchas facultades físicas.  No obstante, luchó hasta el final de su vida y por supuesto, nunca pidió terminarla por medios artificiales.

Infortunadamente estamos muy contaminados de las facilidades que rodean nuestra vida y es inconcebible pensar en que tendremos que pasar por momentos dolorosos, sobre todo en el aspecto corporal, pues en lo sentimental, aunque nadie se salva de las decepciones, las relaciones se desbaratan tan rápido como se realizan.  De eso tenemos infinidad de casos en los medios de comunicación, que nos presentan relaciones desechables al por mayor, sin dar oportunidad a la reflexión o al desarrollo de virtudes como la caridad y la paciencia, que se van poniendo en práctica gracias al amor, el principal motor que lleva a las personas a decidirse por tener un matrimonio, una amistad o un trabajo duradero, por mencionar sólo unos ejemplos.

Por temor y comodidad es que las naciones optan por dar a sus ciudadanos la opción de la “puerta falsa”, legalizando la eutanasia y el suicidio asistido.  Sin importar que la vida humana sea única y que nadie tenga derecho a acabar con ella, ni siquiera el sufriente, pues antes que a nadie le pertenece a Dios, presentan un panorama falaz, con una piedad engañosa para que quien tome la decisión se sienta sin culpa.  Porque es seguro que, aunado al miedo, le embargará el remordimiento, la conciencia clamará que está actuando mal, la voz del Espíritu Santo, que habita en el alma del bautizado mientras no sea ahuyentado por el pecado, alertará al infeliz sobre la aberración que estará a punto de cometer.

Sí, el suicidio asistido quita la oportunidad al enfermo de ofrecer sus sufrimientos por el perdón sus pecados, o quizá, el valor de una ofrenda agradable a Dios por alguna  causa concreta.  Recuerdo cuando estaba en misiones, era muy común escuchar que las personas ofrecían sus enfermedades por el éxito de la evangelización o del retiro de tres días.  Y, por supuesto, Dios las escuchaba y había muchos frutos y conversiones.  Ese valor sobrenatural que tiene el sufrimiento nada puede suplirlo.  Por desgracia, el desconocimiento y la ignorancia del enorme beneficio que se puede obtener a través de los sacrificios es evitado o menospreciado.  Y no se trata de hacer actos heroicos.  Escuchar la plática de una persona que nos molesta, dar un saludo a quien no nos agrada, son pequeñas obras de misericordia que nos ganan puntos a favor.  Qué decir entonces de quien se atreve a perdonar a alguien que le ha hecho mucho daño, hace poco leí el caso de una mujer que había abrazado al asesino de su hijo ¡sólo por amor a Dios! Esos actos solamente Él puede inspirar y ayudar a conseguirlos.

Con mayor razón, nos dará la fortaleza necesaria para enfrentar el dolor físico.  Además hay que pensar en que los avances de la medicina son sorprendentes y que pueden hacerlo más llevadero.  No tengamos miedo, el Señor no nos dará una carga más pesada que la que podamos llevar, por eso no dejemos de hacer oración y recemos tanto por nuestros seres queridos, por nosotros mismos y por las personas que se sienten tan solas o desesperadas que creen que no hay otro camino más que el dejar de existir.

Atentar contra nuestra propia vida también es faltar al quinto mandamiento de la Ley de Dios.  No ofendamos al Señor pesando siquiera en privarnos de la existencia o «ayudar» a otros a que lo hagan, fingiendo una falsa misericordia.  La vida es sagrada y nada ni nadie puede acabar con ella.

 

Que Dios nos ayude para enfrentar la enfermedad y los padecimientos físicos, morales y espirituales sin desistir ni perder la fe.

 

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