Por Felipe MONROY |

El catolicismo, si goza de vitalidad y energía, se nota. No sólo en el estilo evangélico “miren cómo se aman” sino en las prácticas populares, devocionales y tradicionales que inundan toda cultura en la que ha crecido.

Para el católico, cada momento del año tiene un particular tono y sentido; como un filtro de color con el cual se aprecian mejor ciertos detalles y contrastes de la realidad. Si en un instante hay gozo intenso por la promesa eterna, en otro hay necesidad de profunda introspección ante el dolor del prójimo y ante los misterios trascendentales. Esos sentimientos y esas actitudes se distinguen porque se exteriorizan; ya sea en actos litúrgicos singulares o a través de actos individuales o colectivos.

Sin embargo, es sintomático que hoy más católicos en México noten el inicio de la Cuaresma más por el florecimiento de las jacarandas y no tanto por la voluntaria renuncia de los excesos; habla mucho el que la Semana Santa se represente más por las actividades al aire libre y no por la participación devota de los fieles en sus templos; y que la Pascua sea un momento casi inadvertido para el grueso cristiano o que la Navidad se simplifique apenas en comida y regalos.

Una explicación de estos fenómenos podría estar en la paulatina pérdida de fieles católicos en el país que, al no participar en nuevos espacios públicos o políticos, no pueden compartir la riqueza espiritual, artística y cultural de cada momento especial para su fe. Peor aún, la poca presencia cultural católica en un país en el que aún un 80% declara tener esa fe podría explicarse por el desafiante relativismo religioso de quienes conservan una creencia por costumbre o por inercia.

En cualquier caso, los desafíos del catolicismo en México pasan por ambas inquietudes: No sólo es cómo reducir el ritmo en la pérdida en el volumen de creyentes sino cómo hacer que los fieles que perseveran conserven los rasgos de identidad personal y comunitaria allí donde aún pueden participar.

No hay que ser adivino para predecir que en el censo poblacional del 2020 el volumen de católicos en el país será menor. Creo que no es debatible este punto. Lo necesario por atender y comprender no es saber cuántos católicos se han perdido sino a qué ritmo han abandonado la fe de sus padres y por qué. Habrá que valorar, sin apasionamiento y con amplio criterio, cuánto han impactado en una década los escándalos que han ensombrecido la misión y razón de ser de la iglesia; y cuántas oportunidades se han dejado pasar por el obsesivo autorreferencialismo, por la defensa a ultranza o porque la institución no ha dejado de mirarse el obligo como si en él se encontrara la respuesta a sus principales retos.

Hay una anécdota –entre muchas- de la terrible y conmovedora experiencia de Viktor Frankl en el contexto de su cautiverio en los campos de concentración nazi. Sucedió cuando fue transferido de Auschwitz a Dachau: dice Frankl que a pesar del agotamiento, el hambre y la tortura de sus almas y cuerpos, los sobrevivientes descubrieron, en apenas una puesta de sol (imposibles de ver en Auschwitz), que la belleza de la naturaleza hacía toda la diferencia para su espíritu contemplativo, para su esperanza y su vida.

Tremenda actitud que se puede tomar ante la adversidad. La belleza de la realidad tiene potencial para que, quien la contempla pueda abrirse a la esperanza aún en medio de las circunstancias más difíciles.

Para el catolicismo contemporáneo, el reto es volver a ser, si no masivo, sí representativo y significativo, pero no puede partir de fantasías o de viejas glorias; sino de la realidad que, a pesar de todo, sigue enalteciendo la belleza del catolicismo. Ahí está su bagaje cultural y artístico, sus tradiciones y devociones, sus sentidos populares y comunitarios, sus católicos activos y sus servicios humanitarios. El catolicismo no debe dejarse hipnotizar por espejismos sino dejarse tocar por una realidad que le sigue reclamando humanidad.

@monroyfelipe

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