Por Felipe MONROY |

Justo antes de apagar su teléfono celular para participar del Domingo de Ramos en su parroquia leyó la noticia en su timeline: “Atentado terrorista contra iglesias coptas en Egipto”. El feligrés notó que, en el video que difundían las agencias de noticias, estaban los cristianos –como él y el resto de los presentes- con las tradicionales hojas de palma en las manos y los celebrantes vestían el mismo rojo litúrgico martirial; luego miró cómo, en una fracción de segundo, fueron borrados entre el humo y metralla que las explosiones de los suicidas dejaron como restos de su inmolación.

De pronto, junto a ese centenar de católicos que esperaban el inicio de la procesión afuera de su parroquia en los márgenes de la Ciudad de México escuchó el grito de un automovilista que se quejaba por que la muchedumbre invadía el paso vehicular: “¡Mochos ignorantes!” “¡Fanáticos!” Y, al final, lo vio alejarse bramando el motor, pitando al claxon la singular tonada y ondeando el dedo medio por encima del toldo. La muchedumbre calló, reprobaba con la mirada pero contuvo su ira, en las manos llevaban las palmas que representan a aquellos que padecen por su fe.

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Los recientes atentados contra las dos comunidades cristianas coptas en Egipto no son actos aislados, no hablan de lobos solitarios ni de un mero acto terrorista mediático. Son efectos de una tenaz y organizada persecución religiosa pervertida por intereses políticos, no hay otra manera de mirarlos. Esta agresión a la iglesia copta inició en 2013 cuando, a manera de represalia por la libertad cívica de los cristianos, fueron quemados 40 templos de esta comunidad en el sur de Egipto.

Más tarde, en febrero del 2015, el ISIS irrumpió en el terrorismo mediático con la decapitación de 21 cristianos coptos a las orillas del mar en Libia; y en diciembre del 2016, justo en la misa dominical de los coptos en la iglesia de San Pedro y San Pablo, en El Cairo, una bomba arrancó la vida a 25 personas y provocó medio centenar de heridos.

Finalmente, los atentados con hombres-bomba en las iglesias de Alejandría y Tanta reflejan el violento asedio contra las comunidades cristianas en Egipto (que apenas representan el 10% de la población del país). Un asedio que no sólo se explica mediante los actos detonantes en sí, sino por el largo y profundo trabajo de alienación religiosa de fundamentalismo anticristiano del cual muchas personas son víctimas en este preciso momento.

Es cierto que la fe cristiana también guarda en su historia atrocidades terribles en contra de los que consideró heréticos y, en muchos casos, sus métodos son altamente cuestionables precisamente por aquellas. Sin embargo, en general parece haber una convicción entre los fieles cristianos que la época de “una sola fe y una sola religión a cualquier costo” ha terminado y no debe volver. Shenouda III, el patriarca de la Iglesia ortodoxa copta entre 1971 y 2012, por ejemplo, enseñaba así a sus seguidores: “En todos los actos del hombre, no es suficiente que el objetivo tenga que ser santo, sino que también los medios deben ser sanos. Muy a menudo, el hombre erra y falla porque sus medios están equivocados”.

Y, en los últimos cinco años, el patriarcado de la iglesia católica ortodoxa copta con el papa Teodoro II de Alejandría a la cabeza, no deja de repetir: “La comunicación humana es la habilidad vital que todo mundo necesita: tener una sonrisa y un espíritu acogedor, una palabra alegre y, en el pensamiento, un permanente optimismo que llene la mirada de personalidad y gracia”.

La voluntad de permanecer allí para seguir proponiendo esa comunicación humana, incluso bajo la amenaza constante, se lee entre las líneas que el obispo copto Kyrillos William de la ciudad de Asiut en Egipto compartió con la fundación Ayuda a la Iglesia Necesitada después de los bombazos del Domingo de Ramos pasado: “Cabe esperar más atentados; el ataque del 2016 en El Cairo fue entendido como un ‘preludio’. No estamos suficientemente preparados para estos sucesos [y, sin embargo,] no es probable que los cristianos emigren de Egipto… aquí la gente está muy apegada a su tierra; aquí la solidaridad es más fuerte que en otros lugares. La intención de los terroristas es destruir esa solidaridad”.

Las palabras de estos líderes cristianos en estas comunidades amenazadas a muerte parecen no responder al verdadero desafío que viven: frente a los kamikazes de la fe alienados por el fanatismo proponen más comunicación humana afectiva; y frente al terrorismo político que pone en riesgo la vida de familias enteras, proponen actos de cohesión y solidaridad comunitaria. ¿No sería lógico combatir ese acoso a través de otros medios que no sean la oración y la participación cívica?

Parece que no, la persecución religiosa pervertida por intereses políticos no se puede enfrentar de otra manera; no basta tener un alma bella para triunfar sobre el mal. Parafraseando al filósofo Tzvetan Todorov: la defensa más eficaz contra el terrorismo, que es un hecho político, es también política: la participación; y la defensa más prudente contra la alienación fundamentalista, que es una propuesta moral, es también moral: la humildad.

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Sin política y sin humildad, la lucha contra el odio y el terrorismo –aun  triunfando sobre él- sólo podrá ofrecer la oscura victoria de habernos convertido en verdugos de los verdugos. Y es que la diferencia entre los agresores y la comunidad agredida a la vera del camino de la historia es que la posibilidad de optar por valores morales está siempre presente en los últimos. Porque aquel agresor ha perdido su primera oportunidad; aunque no la próxima; y es que -como diría el papa Francisco que visitará precisamente a la iglesia copta en El Cairo a finales de abril- “nadie está perdido definitivamente”.

@monroyfelipe

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