Por José Francisco GONZÁLEZ, obispo de Campeche |

Nos acercamos a la gran Solemnidad de Pentecostés. En este VI Domingo de Pascua, la primera lectura de la liturgia (Hech 8,14-17), nos narra algunas situaciones, que vivió la Iglesia en sus inicios. Es una persecución contra los cristianos provenientes de la gentilidad, los así llamados “griegos”. Entre los cristianos griegos se encontraban Esteban y Felipe, primeros diáconos de la Iglesia.

La persecución, en el caso de Esteban, tuvo su coronación con el bautismo de sangre, el martirio. Esa sangre vertida con la violencia de la injusticia abre la misión, que a la postre va a ser muy efectiva fuera de las fronteras de Israel, como nos lo cuenta la lectura bíblica.  Aquí se deja entrever,  lo que posteriormente afirmará Tertuliano: “La sangre de mártires es semilla de nuevos cristianos”.

La persecución hace mezclar dos sentimientos: de dolor (sufrimiento) y de alegría (padecer con Cristo). Ambos elementos son el caldo de cultivo para la expansión de la Buena Nueva del Evangelio. Por el testimonio de los apóstoles se multiplican los que aceptan en su vida a Cristo, muerto y resucitado.

Felipe, diácono, huye de las garras del sanedrín. Se va a Samaria. Un pueblo contrario a los judíos, pues éstos consideraban alejados de la fe a aquéllos. Ya Esteban había sido apedreado en la Puerta de los Leones.

Los misioneros reproducen las obras de Cristo; es decir, sacan los malos espíritus a los posesos, devuelven la motricidad a los paralíticos, hacen andar correctamente a los cojos. Y dónde la obra de Dios se desarrolla, produce “gran alegría” en los habitantes de la ciudad.

La Evangelización es obra de la Iglesia. De los efectos de la predicación de Felipe en Samaria, son informados Pedro y Juan. Gratamente son sorprendidos por la genuina recepción de la fe. Pero les faltaba algo para mostrar la madurez cristiana; o mejor dicho, para tener completa la iniciación cristiana. Carecían de la confirmación.

El ministro ordinario de la confirmación es el apóstol y su sucesor. Tanto Pedro como Juan ejercen el signo bíblico de la imposición de las manos, a fin de que los creyentes bautizados recibiesen al Espíritu Santo en plenitud, con sus siete dones y sus doce frutos.

EVANGELIZAR A LOS BAUTIZADOS  

Esta narración nos indica el proceso natural de la fe. Para que la fe se consolide se necesitan tres elementos: predicación, lectura-meditación de la Palabra de Dios y vivencia sacramental. Un famoso predicador, ya fallecido, pregonaba, que en nuestros días, “hay que evangelizar a los bautizados”.

En nuestra Iglesia católica nos hemos acostumbrado a recibir el Sacramento sin predicación (es decir, catequesis bien estructuradas e integrales) y sin amor a la meditación y contemplación de la Palabra de Dios. Buscamos dónde ofrecen caminos cortos para recibir el Sacramento. Pero sin amor a Dios, el Sacramento se vacía de contenido y de compromiso.

No hay verdadera y sana evangelización sin esos tres elementos. El orden es importante, porque el primer elemento prepara para anhelar el segundo; y sucesivamente, el segundo elemento (la Palabra de Dios) nos ayuda a vivenciar y gozar la recepción del Sacramento.

Vale la pena prepararse en la fe. San Pedro, en la Segunda Lectura, nos recalca que hay que dar razón de nuestra esperanza. Una buena evangelización dispone para dar un verdadero culto al Señor en el corazón.

 

¡Danos, Señor tu Espíritu!

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