IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |
En el marco de las celebraciones pascuales, cincuenta días de gozo litúrgico por la resurrección de Jesús, en todas las iglesias católicas del mundo se festejó el pasado domingo la fiesta de la Ascensión del Señor.
Una antigua tradición, cuya conservación le debemos al evangelista Lucas, señala que después de cuarenta días de manifestaciones a sus discípulos para fortalecerlos, Jesús de Nazaret, resucitado de entre los muertos, subió al cielo. Todos los años, en este domingo, leemos el pasaje con el que inicia el libro de los Hechos de los Apóstoles, segundo tomo de la obra lucana, en el que se narra la subida de Jesús al cielo.
Hay en el texto un momento de tensión. Jesús está reunido con sus discípulos y ha comido con ellos. Una vez que el Maestro les ha recomendado no retirarse de Jerusalén sino hasta que la promesa de la venida del Espíritu Santo se cumpliese, una pregunta dirigida a Jesús por algunos de los discípulos parece desentonar de conjunto: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
La pregunta suena extraña porque el Maestro ha empeñado al menos tres años en su tarea de predicación y promoviendo un cambio de mentalidad. Entre los discípulos reunidos con Jesús hay seguramente testigos del momento en que Jesús, refiriéndose al uso del poder, lo desmitificó y le dio otro sentido: el servicio de los más necesitados (Mc 10,35-45). Ha llovido mucho desde entonces, y Jesús, de nuevo, se encuentra con la tentación del poder arraigada en el corazón de quienes habrían de continuar su obra en el mundo.
La respuesta de Jesús en el texto al que hacemos referencia (Hch 1,1-11) es ambigua. No contesta a la pretensión de los discípulos sino les advierte que para algunas cosas hay que esperar los tiempos establecidos por el Padre. En cambio, es suficientemente claro en anunciarles que el llamado fundamental que Él les hace, la tarea que les encomienda, es, después de haber recibido la fuerza del Espíritu Santo, ser testigos en medio del mundo de la manera distinta de vivir que de Él han aprendido.
El gusanillo del poder, bajo diferentes representaciones, ha seguido enquistado en el corazón humano. Pensar que las cosas se cambiarán desde arriba y que la imposición del pensamiento de unos sobre otros, aún con las mejores intenciones, será lo que produzca el cambio que necesitamos. Es lo que llamamos la trampa del poder. La han estudiado famosos pensadores, Foucault entre ellos, que han diseccionado sus modos operativos y sus triquiñuelas y han mostrado cómo se termina por crear dos clases de personas: las que tienen el poder y las que lo padecen.
México, en su malograda transición a la democracia, es vivo ejemplo de ello. Tenemos un entramado institucional construido para poner diques al uso autoritario del poder, instituciones ciudadanizadas (lo que quiera que esto signifique) y nomás no: la corrupción es moneda corriente, al clientelismo se apodera de las instituciones y los partidos políticos hacen y deshacen a su antojo, carcomiendo el tejido social y prostituyendo el ejercicio de la política hasta convertir los gobiernos en grandes agencias de empleo temporal y de saqueo.
Por eso me llena de esperanza la reunión que este pasado fin de semana hubo en San Cristóbal de Las Casas. 1,252 delegados/as de los distintos pueblos originarios de México, más 230 delegados/as del EZLN, haciendo un total de 1,482 participantes venidos de los cuatro puntos cardinales se han reunido desde el pasado viernes 26 para poner en común las decisiones de cada uno de los pueblos, conversadas y discutidas previamente, con respecto a la conformación de un Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que pueda aprovechar la actual coyuntura política del país para hacer oír, a través de una vocera, mujer e indígena, la manera como los pueblos originarios reunidos en el Consejo Nacional Indígena piensan que debería gobernarse este país.
No se trata de un asunto menor. Han estado presentes en la gran asamblea representaciones de 49 de los 62 pueblos originarios reconocidos por el INEGI. Pero no es solamente un asunto numérico y/o territorial. Se trata de abrir la posibilidad de que el país entero aprenda, aprendamos, de la manera como los pueblos originarios han resistido los embates de odio y discriminación, de opresión y marginación, sin perder el alma, manteniendo modos de vida y de organización que han florecido sin estorbo, en los últimos tiempos, en las comunidades zapatistas.
Los partidos políticos, todos, están cosechando los frutos de sus errores históricos: el descrédito absoluto y el desprecio popular. Parecen manchar todo lo que tocan. La construcción de la democracia tendrá que recorrer otras sendas. Nunca habíamos tenido terreno más fértil para que los pueblos originarios nos compartan sus formas de convivencia política y social. El Concejo Indígena de Gobierno, a través de su vocera, podrá plantearnos su fórmula para el enfrentamiento de las trampas del poder y sus consecuencias, que han sumido a este país (y al mundo entero) en un estado deplorable de desigualdad, violencia y muerte.