Por Fernando PASCUAL |

Cuando estalla un conflicto, cuando hablan las armas, muchos invocan el diálogo como camino para superar los males de toda guerra.

Sin embargo, precisamente porque hay odios, ansias de poder, ambiciones y deseos de venganza, el diálogo resulta sumamente difícil.

Porque, ¿cómo sería posible que un diálogo conduzca hacia la paz si en los corazones existe una sed casi insaciable de rabia y de violencia?

Por lo mismo, solo será posible encontrar caminos hacia la paz si inicia en todos, o al menos en muchos, una conversión sincera.

En esa conversión unos y otros reconocerán sus culpas. Ese es el primer paso para el cambio, para llegar a treguas concretas y efectivas.

Luego, cuando callen las armas, será posible dar mayor atención a los civiles, y abrir espacios a las ayudas humanitarias.

La conversión permitirá construir un diálogo abierto a la escucha, disponible a la búsqueda de la justicia, dispuesto al perdón, preparado para reconocer las propias responsabilidades.

Un diálogo basado en la conversión, y no otros intentos fallidos de negociaciones que poco o nada consiguen, construirá puentes, acogerá las peticiones legítimas de unos y otros, dejará a un lado prepotencias y ambiciones.

Para conseguir esa paz que tantos desean, sobre todo los más vulnerables, y que también anhelan los soldados (que no son de piedra), la conversión es un requisito irrenunciable.

Para los creyentes, esa conversión es un regalo que viene de Dios, que toca los corazones, que denuncia soberbias y odios, que permite reconocer la dignidad del otro, y que impulsa al acto, libre y generoso, del perdón.

Por eso, todo esfuerzo genuino para alcanzar paces buenas lleva consigo una oración humilde e insistente al Padre de los cielos, para que la conversión supere los innumerables males de las guerras, y para que conceda a los hombres y a las sociedades el gran don de la justicia verdadera.

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