Por Felipe MONROY |
Ha pasado un año desde que Franco Coppola fue enviado como embajador del Papa a México tras una estancia nada sencilla -aunque sumamente productiva- en la representación del Vaticano en la República Centroafricana; a inicios de septiembre del 2016 recibió de viva voz del papa Francisco los objetivos de su encomienda y, desde su arribo en octubre pasado, el salentino prácticamente ya ha explorado los principales perfiles políticos y eclesiales del este país que aún se jacta de tener el segundo lugar en el número de católicos a nivel mundial.
Coppola no deja pasar oportunidad para mencionar lo que el papa Bergoglio le confió un año atrás: “Te envío a un país que es un tesoro para la Iglesia; [los mexicanos] tienen una fe y una devoción que no tiene igual en el mundo. Pero es un país donde la Iglesia, empezando por su jerarquía, tiene que cambiar mucho”; así lo confió a El Observador en quizá la única entrevista que hasta ahora Coppola ha concedido en México. Pero también lo ha comentado frente a las comunidades que ha visitado en este año: “El gran problema de México es su falta de congruencia, muchas expresiones de fe y una gran cantidad de católicos, pero vive grandes problemas con la violencia, el crimen y la corrupción”.
Antes de tomar el descanso veraniego en su tierra natal, Coppola aseguró que la necesidad de un cambio radical en las estructuras eclesiales debe empezar por los obispos y los ministros ordenados: “Tiene que cambiar mucho pero no es un juicio negativo sobre la jerarquía. La jerarquía, en el sentido de los obispos y los sacerdotes, tiene que enfrentar retos y desafíos nuevos […] los tiempos han cambiado, antes de obedecía más a los padres. Lo que era bueno era bueno y lo que era malo era malo. Ahora se cuestiona todo”.
En realidad, el análisis no es nuevo. Los últimos dos pontífices han descrito sin eufemismos la situación de la Iglesia mexicana: para el papa Francisco, México tiene un grave problema cuando sus ciudadanos “buscan el privilegio” pues generan “terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión, la violencia, el secuestro y la muerte”. Benedicto XVI, por su parte, fue más categórico: “En no pocos católicos se percibe cierta esquizofrenia entre moral individual y pública: personalmente, en la esfera individual, son católicos, creyentes, pero en la vida pública siguen otros caminos que no corresponden a los grandes valores del Evangelio, que son necesarios para la fundación de una sociedad justa”.
Para Coppola, las celebraciones masivas, las grandes peregrinaciones y las muchas expresiones de devoción popular que ha palpado en México son motivo de gran orgullo para el catolicismo; pero le inquieta que el país también tenga los funestos triunfos de “los campeonatos negros” en asesinatos, violencia, corrupción y pobreza. Sin ir lejos, México ha consolidado en una década su vergonzosa posición como el país de occidente más peligroso para ejercer el sacerdocio.
A los obispos mexicanos, el enviado pontificio les ha manifestado su intranquilidad con claridad absoluta: “No sé si me equivoco, pero me impresiona ver cómo, desde una perspectiva nacional, a nivel del episcopado, la Iglesia parece no haber logrado elaborar aún una propuesta específica como camino de vida cristiana para los adolescentes, los jóvenes y los jóvenes-adultos”, les espetó en su más reciente asamblea plenaria.
El cambio que propone Coppola exige, por si fuera poco, sentido común y que los católicos mexicanos conserven los pies en la tierra. Como muestra, la historia de Sandra, una mujer que auxilia a un centenar de niños huérfanos en Burundi. El nuncio relata con frecuencia en sus redes sociales el drama que atraviesa aquella generosa cristiana y pide a sus amigos que donen recursos para que la obra permanezca. Sin duda no ha faltado la piadosa alma mexicana que desinteresadamente ofreció ayuda económica al nuncio, pero Coppola le ha enfriado el entusiasmo por una razón nodal: “Le comento que escribí en italiano expresamente porque este mensaje lo envío a mis amigos italianos […] Me dirijo para pedir ayuda y solidaridad a mis amigos italianos y no a los mexicanos que, si lo quieren y pueden, tienen ya, muy cerca, a quienes ayudar”.
“Católicos, alíviense a sí mismos”, parece insistir Coppola en cada rincón de México. Así de simple, la catolicidad mexicana no puede sólo jactarse de su potencial y de su aún masiva presencia en el país; para iluminar las oscuridades de su propio seno, la Iglesia católica requiere asumir muchos cambios, de lo contrario tendrá frente a sí una gran ruptura cultural donde no sólo sea marginal sino, incluso, prescindible.