Por Francisco GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Obispo de Campeche |
El Evangelio de Mateo 18,15-20 fue escrito para una pequeña comunidad de creyentes. Allí se expone la manera de cómo resolver las diferencias y contrariedades que surgen, cuando los humanos se relacionan.
Es por eso, que los dos aspectos dominantes son: el perdón y la restauración. Si ha habido ofensas o injurias, se debe tomar la iniciativa para empezar el camino de la reconciliación. En el relato evangélico queda en claro, que no hay derecho a incubar resentimientos. Eso destruye a la comunidad de los creyentes. En otras palabras, el odio destruye la fe y la capacidad de formar comunidad y se diluye la pretensión de ser Iglesia.
Se tiene por experiencia, que cuando ofrecemos-pedimos perdón (se requiere vencer el propio orgullo) se puede producir la reconciliación de las partes enfrentadas. Eso requiere el esfuerzo, no fácil, de hablar y escuchar. Pero donde se da esa relación de reconciliación y de perdón, Jesús asegura su presencia: “Donde dos o tres están reunidos en mi Nombre, allí estaré yo en medio de ellos”.
La corrección fraterna se ejerce de modo gradual. Primeramente, en secreto. La buena fama de los otros es respetar la dignidad personal. Si no fue efectiva la corrección, entonces se pasa al segundo nivel: hacerlo ante testigos. Si ni este paso fuese exitoso, entonces se acudiría a la comunidad eclesial. El evangelista nos da una metodología pastoral en los clásicos tres pasos, que los jesuitas (incluido el papa Francisco) practican con frecuencia.
LA CORRECCIÓN ES AMAR Y CONSTRUIR EL BIEN
La corrección fraterna es un deber de caridad pastoral. Esa brota del único sentimiento a favorecer: el amor mutuo. Siempre se puede aplicar en la Iglesia, pues ésta está conformada por pecadores. Todos necesitamos ser corregidos. La corrección tiene como finalidad conducir a la persona corregida a reencontrarse con el sendero de la fidelidad.
A propósito de la corrección, san Agustín, en el Sermo 82 nos hace una puntual recomendación: “Debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de corregir; si no lo hacen así, ustedes se vuelven peores que el que peca. Éste comete injuria, y cometiéndola se hiere a sí mismo con una herida profunda”.
¿Pero qué pasa si viendo algo por corregir en el prójimo, no se corrige? San Agustín nos da una respuesta, en caso de hacer ‘ojo de hormiga’ ante la herida del pecado avistada en el prójimo. Dice el santo africano: “Así, ustedes desprecian la herida de su hermano, pues el silencio de ustedes es peor que el ultraje de él”.
En esta misma tesitura está la Primera Lectura del profeta Ezequiel 33. Allí, en voz de Dios, se nos advierte, que si no corregimos al que ha tomado un mal camino, “el malvado morirá por su culpa”, señala con firmeza. Tenemos, empero, una responsabilidad social para con los demás. Por eso, si omitimos la corrección “Yo te pediré a ti cuentas de su vida”, nos previene el Señor.
Hay algunas escenas bíblicas, que complementan este pasaje. Así, por ejemplo, en Mt 5,23s leemos: “si te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve y reconcíliate con él”. Jesús manda que el que sufrió injustamente una ofensa, tome la iniciativa de perdonar al prójimo, pues “perdona nuestra ofensas, como nosotros personamos a los que nos ofenden”, decimos en la oración por excelencia, el Padre Nuestro (Mt 6,12).
Cabe hacer una observación importante. Nos ayudamos de un autor antiguo, poco conocido entre nosotros (Rábano). Él señala que no manda el Señor que se perdone indistintamente a toda clase de pecadores, sino a los que “oyen”; es decir, a los que obedecen y hacen penitencia. De esta manera, el perdón no es difícil, ni la indulgencia demasiado benigna.
¡Señor, que no seamos sordos a tu voz!