ENTRE PARÉNTESIS | José Ismael BÁRCENAS SJ |
Cuando hace 3 años llegaba a la comunidad de Canto Blanco, en Madrid, Santiago Arzubialde (jesuita vasco) me preguntó por Félix Palencia (jesuita mexicano).Ambos habían coincidido en Veruela, donde la Compañía de Jesús tuvo la formación de escolares (seminaristas jesuitas) en un antiguo monasterio por el rumbo de Zaragoza, España. Le pasé el saludo a Félix, a quien le dio gran gusto.
Por estas fechas se cumple el segundo aniversario de que Félix se fue al cielo. Su abuelo vino a México procedente de Galicia. Félix Palencia Gómez, SJ. nació en el rumbo de Tacubaya, la Ciudad de México, en 1939, y falleció en el rumbo del cerro de la Campana, en Hermosillo, Sonora, en 2015. Agradezco haber tenido la dicha y enorme gusto de conocer a 3 grandes glorias de la historia reciente de la Compañía de Jesús en mi país: a Mardonio Morales, gran misionero de Chiapas; a Jorge Manzano, excelente profesor de filosofía; y a Félix Palencia, apóstol de cárceles, quien fue mi amigo.
La muerte de Félix me agarró de sorpresa. Hacía pocas semanas que había hablado con él. Marqué a casa de su hermana, Magdalena, para darles el pésame por José Ignacio, hermano suyo y también jesuita que había fallecido por esos días.
A Félix lo conocí cuando, en el noviciado, me mandaron de experiencias de hospitales a la Cruz Roja de la Ciudad de México y me quedé, durante dos meses, en la comunidad de Legaria donde él vivía. Juntos fuimos a las marchas que se hicieron en solidaridad por Acteal (a finales de 1997) y recorrimos el templo de San Francisco Xavier y el antiguo noviciado de los Jesuitas en tiempos de la colonia, cuando fuimos la Nueva España, situado en Tepotzotlán (al norte de la Capital).
A través de Félix conocí mucho de la historia de la Compañía y por él aprendí a amarla más. Recuerdo que me platicó la primera vez que visitó Santa Rosalía, en Baja California Sur, antigua misión jesuítica. Bajando del bus le preguntó a una niña que vendía dulces: “Oye, ¿hay algo aquí que hayan construido los jesuitas?”. La niña se le quedó mirando con extrañeza y le respondió: “Aquí todo lo construyeron los jesuitas”.
Félix tenía la inteligencia del genio. Era capaz de almacenar gran cantidad de datos y relacionarlos, cualquier problema o teoría compleja la analizaba y la desmenuzaba de tal manera que en pocas y sencillas palabras te hacía un resumen y todo quedaba claro. Era como esos jesuitas matemáticos que llegaban a China tanto para calcular eclipses como para adaptar ritos malabares o traducir libros de lenguas arcaicas. Así tomó textos bíblicos y, de los originales en griego, los pasó al castellano que usamos en México e hizo una Biblia para leerla en las primeras computadoras. Alguna vez, el P. Ignacio Iglesias, SJ. (1925-2009), gran conocedor de la espiritualidad ignaciana, alto bonete en España y en la Curia General en Roma, Asistente del Padre Arrupe en su momento, se dio a la tarea de buscar en el Catálogo de la Provincia Mexicana a ese tal Félix que publicó un manualito de Ejercicios Espirituales de San Ignacio, para felicitarlo por su transcripción a lenguaje contemporáneo.
Félix también poseía un sentido práctico de las cosas y era muy hábil con las manos. Si le ponías un reloj descompuesto podría desarmarlo, repararlo y agregarle algunas mejoras, incluso rediseñarlo. Trabajó como plomero, albañil y electricista. Haciendo labores de fontanería en la comunidad de Parras, Coahuila, queriendo abrir un boquete, se encontró con que la pared medía más de un metro de ancho, buscó otra salida, pero a ese agujero le puso luz y un vidrio, para que las visitas vieran la calidad de construcción que hacían los antiguos misioneros jesuitas en el norte de México.
Me tocó acompañarlo en sus labores pastorales en las cárceles de las Islas Maríasy en Hermosillo, Sonora. Uno entraba a las crujías y pronto empezaban los saludos: “¡Ésele, Félix!”. Llegaba y se sentaba donde estaban los presos, comía con ellos y pasaba largas horas escuchándolos.
Félix tuvo gran capacidad de empatía y profunda sabiduría para acompañar a quienes llegábamos en crisis. Más de alguna vez llegué con el corazón roto o con la vocación hecha pedazos y Félix, con la paciencia y pericia del relojero, me ayudó a rearmar el rompecabezas. Siempre fue un hermano muy humano, un gran amigo. Sus consejos me ayudaron a releer mi historia. Me ayudó a creer en mi vocación. Me ayudó a creérmela. Me sostuvo en las tormentas, me dio alas y me impulsó para que volara. Fue el más feliz cuando supo que iba a Madrid a cursar una maestría. Por cierto, cuando fue mi ordenación, mi hermano José Luis adivinó quién era Félix pues, de todos los sacerdotes ahí presentes, era el único que llevaba converse rojos. Siempre fue muy libre.
Félix coleccionaba curiosidades, revisando sus escritos me encuentro con algo que le llamó la atención en la antigua comunidad de Jalapa, Veracruz. Ahí se encontró el epitafio de un jesuita fallecido en 1938, F. Alonso, que transcribió del latín. Ahora yo lo adapto y se lo aplico a él pues resume bien su vida sacerdotal: “Aquí se guarda a Félix, digno del nombre de pastor, pues apacentó amorosamente a las ovejas de Hermosillo, Parras, Chihuahua, Tijuana e Islas Marías. Se resistió a observar leyes injustas, y a los enemigos rebeldes los venció, no con una espada, sino con el amor a Dios. Jesús fue para él su único tesoro, su único antojo, y, por él, le fue dulce vivir y le fue dulce morir”.
Extrañaré las largas horas de conversación que teníamos, mientras fumaba sus cigarros sin filtro. Siempre firmaba sus correos electrónicos con la frase de San Pablo: “Sé en quién tengo puesta mi confianza“. Mucho hablamos de la Resurrección. Ahora sé que Félix está frente a Aquel a quien siguió y entregó su vida como apóstol en las cárceles mexicanas. Vayan estas líneas con agradecimiento y como homenaje. ¡Hasta el Cielo, Félix!