Por Felipe ARIZMENDI ESQUIVEL, Obispo de San Cristóbal de Las Casas |
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Con ocasión de los recientes terremotos en varias partes del país, no faltan quienes afirman que esto sucedió porque Dios quiere castigarnos. Que así como destruyó a Sodoma y Gomorra, así está enojado por tanta corrupción, por los crímenes del narcotráfico, por las leyes que favorecen el aborto y las uniones entre personas del mismo sexo, por los pecados clericales, por los abusos contra la madre tierra, etc. Desde luego que Dios no está de acuerdo con los pecados, y en Sodoma no había ni diez personas buenas. Pero aquí pereció mucha gente honrada; murieron o perdieron todo personas pacíficas, creyentes, trabajadoras y de buen corazón. ¡No! No es castigo de Dios. Sería injusto su proceder, y Él es la justicia misma.
Los terremotos, al igual que los huracanes y la erupción de volcanes, son fenómenos naturales, previstos por el mismo Dios al crear nuestro mundo, y en particular nuestro planeta. La tierra está viva, tiene movimiento. Si no se moviera, todo sería muerte, desolación. No habría seres humanos, ni agua, ni árboles, ni peces; nada; sólo desierto, soledad, resequedad. Como cuando un enfermo ya no se mueve, sabemos que ya falleció. Si no hubiera terremotos, no habría vida.
Estos movimientos telúricos no son algo que se le haya escapado a Dios al formar la tierra; que se haya distraído y no los hubiera previsto. Todo está planeado. Siempre ha habido terremotos; los hay y los seguirá habiendo, con mayor o menor intensidad. Es parte de nuestro sistema de vida. Lo que importa es conocerlos, estar prevenidos y saber convivir con ellos, construyendo mejor las casas y los edificios, las iglesias y escuelas. Que los científicos sigan estudiando estos fenómenos, para prevenir con tiempo a la población cuando se acercan. Así como la ciencia ha avanzado para seguir la trayectoria de los huracanes, avisar con tiempo a la población y tomar precauciones, así las alarmas sísmicas han de perfeccionarse día con día.
PENSAR
De todo, aún de las desgracias, hemos de sacar provecho. Todo acontecimiento debe hacernos reflexionar, recapacitar y enderezar la vida. Como un hijo que había renegado de su madre, diciéndole que no la reconocía como tal, que se alejó del hogar y la hizo sufrir mucho, pero a raíz del temblor, regresó a casa y abrazó a su mamá, pidiéndole perdón. O como un esposo que dejó a su mujer, se fue a vivir con otra, pero el sismo lo hizo cambiar; volvió a casa y pidió perdón a su esposa; ahora están tratando de recomponer la vida familiar. Del mal, hay que sacar bien.
Es lo que nos enseña Jesús. Al hacer alusión a 18 personas que habían muerto aplastadas por la torre de Siloé que se derrumbó, dijo: “¿Ustedes creen que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no se convierten, perecerán de igual modo” (Lc 13,4-5).
En los acontecimientos, podemos descubrir la voz de Dios. ¿Qué nos quiere decir con los terremotos? Que nuestra vida es frágil, que no somos dioses, eternos y todopoderosos; que hemos de enderezar lo que esté torcido en nuestras vidas; que hemos de solucionar los pendientes que tengamos; que le demos valor a lo que realmente trasciende; que no llevemos una vida despreocupada y anhelante sólo de placeres efímeros. Si no escuchamos la voz de Dios y no nos arrepentimos, no tenemos remedio.
Es de resaltar la solidaridad de tantas personas, sobre todo de los jóvenes. Este es el México real; no el que presentan los noticieros, como si todo estuviera podrido. Es lo que resaltaba el Papa Francisco en Colombia: “Los jóvenes son naturalmente inquietos y, si bien asistimos a una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y de voluntariado; son muchos. Y algunos, sí, son católicos practicantes, otros son católicos “al agua de rosas” –como decía mi abuela-, otros no saben si creen o no creen, pero esa inquietud los lleva a hacer algo por los demás, esa inquietud hace llenar los voluntariados de todo el mundo de rostros jóvenes. Hay que encauzar la inquietud. Cuando lo hacen captados por Jesús, sintiéndose parte de la comunidad, se convierten en «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra. Y cuántos, sin saber que lo están llevando, lo llevan” (9 septiembre, en Medellín).
ACTUAR
Enderecemos lo que tengamos que enderezar. Sigamos siendo solidarios con quienes más sufren. Y pongamos nuestras vidas en el corazón de Dios. Así, estamos seguros siempre y en toda circunstancia.