ENTRE PARÉNTESIS | Por José Ismael BÁRCENAS SJ |

Era nuestro segundo día en la Sierra Tarahumara. Hacía tiempo que no dormía teniendo como techo a las estrellas. Desde aquella ida y venida a la cárcel de las Islas Marías, no había pernoctado a la intemperie. Me despertó el ruido de algo que lentamente pegaba en nuestras bolsas de dormir. Una gota en mi frente me hizo atar conjeturas y verificar que, en efecto, comenzaba a llover. Sin embargo, el mayor inconveniente no fue ese breve chubasco, sino intentar mover la espalda.

El día anterior comenzamos a bajar la Barranca del Cobre. Caminamos hasta donde pudimos y nos permitió la noche. Descender en terreno irregular y con una mochila medianamente pesada, me hizo recordar que ya no estoy para hacerle de Cireneo. Poco a poco, con molestias, me incorporo. Busco pastillas desinflamatorias que traigo en el botiquín. Me levanto. Guardo el sleeping y nos preparamos para continuar con el descenso. El desayuno lo haremos en un aguaje que, nos dice el guía, está como a una hora de recorrido. Nuestro contingente consta de 10 mochileros (jóvenes de diferentes partes de México: Joaquín, Julio, Santiago, Marco, Fran, Dario, César, Manolo, Enrique, Emmanuel), 2 prenovicios jesuitas (Pablo y Fernando), 2 jesuitas en formación (Miguel, de filosofía, y Marco, de teología), 2 guías Rarámuri (Juan y Rosendo), y un servidor (sacerdote jesuita).

Volvemos a la caminata. Internamente me regaño y me digo que ya no estoy para estos trotes. Tengo miedo de lesionarme, aunque calculo que a paso lento podré alcanzar el río y luego ascender hasta la cúspide de esa enorme pared que tengo al final del horizonte, arriba está la comunidad de Pamachi, nuestro destino.

En una de las pausas, alcanzo a los que van en la delantera. Esperamos a los que vienen rezagados. Hay un contratiempo, un compañero tiene problemas con la pierna derecha. Tenemos que tomar decisiones rápidas. A mis adentros me digo que no es necesario hacerle al Kalimán (súper-héroe de historieta mexicana). Propongo regresarme junto con el de la pierna averiada y uno de los guías. Alcanzaremos al resto del grupo hasta el siguiente día, yéndonos en vehículo al otro lado de la barranca. Así lo acordamos. Emprendo el camino de regreso, evitando riesgos y dándonos ánimos. Hicimos casi 4 horas en llegar al teleférico. Los otros, tardaron 14 horas en llegar a Pamachi.

Alrededor del 12 de diciembre, en las comunidades rarámuri se festeja a la Virgen de Guadalupe (o Guarupa, así la llaman). La fiesta consiste en hacer un Yúmari, es decir, una fiesta donde hay danza de matachines y mucho tesgüino (bebida de maíz fermentado). Las danzas inician a la media noche y pueden durar horas y horas. Igual la ingestión del tesgüino, almacenado en grandes ollas y repartido por el gobernador del pueblo en grandes vasos. Cuando se te ofrece, te dicen: “¡Bosasa!” (¡llénate!, bebe hasta saciarte). Y uno responde: ¡Mateteraba! (Gracias). Esto me tocó experimentar mientras participaba del Yúmari en la comunidad de Samachique. Los mochileros que llegaron a Pamachi, a su vez, apenas dejaron sus mochilas, fueron invitados a sumarse a los bailes y a saciarse de tesgüino.

Los Raramuri (o tarahumaras), viven regados en pequeñas y humildes casas, localizadas en lugares remotos. Cada tanto recorren largas distancias para reunirse en sus Yúmaris. Ahí, entre la música tradicional de los violines, a ritmo de danzas y compartiendo tesgüino y comida, se saludan, platican, actualizan noticias, conviven y refuerzan el vínculo que tienen como comunidad.

En esta semana que conviví con los jóvenes mochileros, los misioneros de la Tarahumara y las comunidades Raramuri, percibí la presencia de lo Alto tanto en esa voz interna que me decía que me levantara, en medio de dolores de espalda. Lo capté en la vitalidad de los mochileros, que incluso cuando nevó, no desistieron en salir a caminar, siempre con comentarios y ocurrencias que arrancaban la carcajada. También, en la generosidad apostólica del hermano De la Rosa, Gilo, el Gallo, Enrique, Braulio, el Pato, Miguel, los prenovicios y la gente que colabora en los centros culturales y en la clínica que fundó el Padre Verplancke, en Creel. Y, de manera especial, con los Raramuri, quienes nos compartieron la comida y el tesgüino, el baile y el gusto de estar juntos, como familia ampliada.

Algo de místicos tienen los Raramuri, puedes verlos en la punta de una enorme roca, contemplando sus barrancas y valles. Así pueden pasarse las horas. Igual, pueden pasar largo tiempo corriendo, son famosos por su resistencia y campeones en maratones. Por algo Rarámuri quiere decir ‘pies ligeros’. Dentro de las adversidades en que sobreviven (pobreza, explotación de sus bosques y tierras, violencia del narcotráfico, etc.), su resistencia cultural y testimonios de vida nos hablan de la Esperanza que los sostiene. Y, parece, que de esto también nos dicen: ¡Bosasa!
¡Mateteraba!

@elmayo

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