La Transfiguración del Señor es presentada en los Evangelios como una revelación de la divinidad de Jesús que se manifiesta a sus Apóstoles y como anticipo de la verdad del hombre como ser creado con un destino de eternidad y participar de su misma condición gloriosa.
La vida de Jesucristo no es ajena a la vida y destino del hombre, por el contrario, es revelación de su dignidad. En Cristo se descubre el sentido y plenitud de la vida que va hasta la vida eterna, es decir, la vida más allá de la muerte.
Ser cristiano, por ello, no es sólo creer en Dios como un principio superior, sino creer en lo que Jesucristo ha revelado y ya participar de su vida. Su misión es dar a conocer al ser humano su condición de hijo de Dios. En su transfiguración él muestra la apertura y la vocación del hombre a la trascendencia. El hombre es peregrino de lo absoluto, tiene sed de Dios.
El hombre es un ser único e irrepetible, existe como un “yo capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse” (C.I.C. 131). Su grandeza y dignidad debe ser respetada y promovida para su desarrollo integral por las instituciones políticas y sociales. Una sociedad es justa cuando tiene en cuenta y promueve la dignidad integral de la persona humana, tanto su dimensión espiritual y religiosa como su dimensión humana y relacional.
Los derechos y valores inherentes a la persona humana ocupan un puesto importante en la problemática contemporánea. A este respecto, el Concilio Ecuménico Vaticano II ha reafirmado solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular su derecho a la vida. Por ello ha denunciado los crímenes contra la vida, como “homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado” (Gaudium et Spes, 27).
La vida y dignidad humana es el fundamento de todos los bienes que conforman la sociedad.