Por Mónica MUÑOZ |

No soy feminista, en el sentido actual y distorsionado de la palabra. Por supuesto, abogo por el derecho de las mujeres a trabajar y ser remuneradas de la misma manera que los hombres, a desarrollar sus talentos y destacar en el mundo de la ciencia, la tecnología, la medicina, la política y los negocios, campos invadidos por los varones, desde siempre.

Claro que me siento feliz cuando una mujer es reconocida por su esfuerzo a favor de los desprotegidos o por su empeño en pro de causas justas y nobles. Las mujeres tienen la misma inteligencia para dirigir una empresa o un hogar, sólo cambia el estilo.

Si no, pregunto, ¿quién puede negar la admiración, justamente expresada, ante la grandeza que representa tener madres trabajadoras en casa y en el campo laboral, donde se desgastan por sus familias, donde se acaban procurando que sus hijos tengan un mejor porvenir? Todos conocemos alguna mujer que enfrenta la vida con valor y entrega, desdeñando el miedo y la discriminación, aunque le cause conflictos interiores la competencia con el sexo opuesto.

Sin embargo, creo que no es necesario dedicar sólo un día para ellas.  No del modo como lo han manejado el mundo y los intereses de los poderosos.  No, porque tener un día especial se trata de distinguirla de su contraparte, el hombre, que fue creado por Dios para ser su compañero, no su rival, aquél que representa la fuerza, la estabilidad, la seguridad, el complemento a la ternura, la delicadeza y la intuición que son sello inconfundible de la feminidad.  Porque Dios no se equivoca.  El mundo, sí.

Entonces, ¿por qué celebrar un día especial para la mujer?, ¿acaso nos fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios, es decir, iguales, con la misma dignidad? ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en diferenciarnos unos de los otros?

Si la propuesta divide, entonces hay que desecharla.  Hombre y mujer siempre han sido valiosos para Dios, el mismo Señor Jesucristo se encargó de aclararlo al mundo con su dulce trato para las mujeres. Sabía que enfrentaban el desprecio por ser el “sexo débil”.  San Pablo lo entendió también, por eso remarca en la carta a los Gálatas: «Pues todos son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo se han revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús.»  (Gal 3, 26-28)

Si dedicar un día a la mujer indica que hay que hacerla superior al hombre, prefiero no celebrarlo. Creo que es mejor que juntos celebremos la vida y nos esforcemos para que verdaderamente se obtenga la igualdad de oportunidades en todas las áreas del conocimiento, desarrollo y desempeño laboral, que hombres y mujeres se respeten mutuamente y se esmeren para que se acaben las enemistades por causa de su sexo.

Mejor agradezcamos la infinita sabiduría de Dios que nos hizo semejantes en dignidad y colaboradores de la perfecta creación que está destinada desde siempre a perpetuar al género humano. Agradezcamos a Dios porque por el bautismo somos sus hijos y herederos de su gloria. Y festejemos con inmensa alegría al Salvador del mundo que se entregó en la cruz para acabar con la muerte y darnos la eternidad con su resurrección. Celebremos nuestro bautismo y sus promesas, las cuales renovaremos el día de la Pascua.

Si hay que celebrar un día, que sea el de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, porque, citando nuevamente a San Pablo: Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe. (1ª Cor 15,17).

Así, sin distinción ni exaltaciones inútiles, deseo que todos los días festejemos la vida y la oportunidad de crecer y trascender. Que Dios y la Virgen nos ayuden a vivir en el amor auténtico y la unidad de los hijos de Dios.

 

 

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