Por Mónica Muñoz |
A principios del siglo pasado, la rutina de las ciudades era muy diferente a la de la actualidad, por supuesto, porque la vida era más simple y tranquila. Quien encuentre un documental del tiempo de don Porfirio Díaz, podrá notar que era raro ver vehículos de motor, a lo más que llegaban era al tren jalado por mulas o a grandes carruajes tirados por caballos, que poco a poco fueron desapareciendo. Así, llegando a la mitad del siglo XX, podía percibirse un cambio más que notable: los automóviles circulaban por las calles de la gran ciudad y el ritmo de vida se había acelerado, de la misma manera que la incursión de la radio y la televisión en los hogares marcaba la diferencia entre ricos y pobres.
En fin, que dar un vistazo al pasado nos ayudará a entender que, de la misma manera que los avances tecnológicos transformaron la vida de la gente, han marcado el ritmo del día a día. Basta con citar un ejemplo: hace 50 años, para enterarnos de las noticias acaecidas del otro lado del mundo, había que esperar que los noticieros o los periódicos las anunciaran al día siguiente de ocurridas. Hoy, con sólo entrar a cualquier portal de noticias en el celular podemos enterarnos de los acontecimientos de manera inmediata.
Sería necio pensar en volver al pasado. Escuché a alguien comentar que ninguna época anterior ha sido mejor que la que vivimos actualmente, pues cada una tiene su razón de ser. Concuerdo con esa aseveración, pero me preocupa que ante tanta aceleración, hayamos perdido el sentido de la calma, la reflexión y la tranquilidad, y entre todo eso, la paciencia. El hecho de tener todo al momento nos ha privado de la cualidad de saber esperar. ¿A quién no le ha tocado que, en cuanto cambia el semáforo a verde, el del vehículo de atrás instantáneamente suena el claxon? O si estamos en la caja del supermercado, la persona que sigue de nosotros, de manera impaciente, vacía su mercancía y se nos pega lo más que puede para acelerar el proceso, invitándonos a irnos a la voz de ¡ya!
Bueno, ojalá todo quedara en eso. Lo malo es que los niños, adolescentes y jóvenes están contagiados del mismo mal. Y, como siempre, los encargados de su educación son responsables de ello. Porque no les han enseñado a ser pacientes. Porque desde pequeños, les han tomado la medida a sus padres, quienes al menor berrinche, conceden a sus hijos lo que desean. Los psicólogos modernos dicen que no se debe dejar al niño llorar porque puede generarle sentimientos de frustración, sin embargo, si nos hemos asegurado de que no le ocurre nada grave, podemos ayudarlo a entender que no siempre estaremos a sus órdenes en cuanto comience el llanto, dejando que llore un poco. Conforme vayan creciendo, será más fácil que se dominen y aprendan que las cosas llegan en su momento.
Un educador comentaba hace poco que muchos adultos imitan el comportamiento egoísta de los niños, en el sentido de que todo quieren para sí y lo quieren ya. No por nada existe un alto índice de personas inconformes con su trabajo, pareja, amigos y en general, con su vida. Y si no obtienen lo que desean, se enojan, vociferan, se desquitan con quien sea, justamente porque no aprendieron la virtud de la paciencia. Ese es el problema de la inmediatez. Todo se obtiene fácil y en el instante, por eso los negocios actuales se dedican a mejorar sus servicios para atender al público de la manera más rápida posible. “Tiempo es dinero”, dirían los vecinos de Estados Unidos. No digo que todo sea malo. A todos nos cae muy bien que nos atiendan de manera eficiente y expedita, pero en otros ámbitos de la vida no está bien pedir todo con tanta velocidad.
Démonos tiempo para disfrutar de la familia, de la compañía de los amigos, de la plática con las personas que encontramos en la calle y que teníamos tiempo sin ver, disfrutemos las puestas del sol, el tiempo que pasamos con nuestros niños, porque crecen muy rápido y después sólo quedarán los recuerdos. Pero también entendamos que debemos dar tiempo a que las cosas lleguen en su momento. Muchas veces resulta contraproducente pedir inmediatez. Imagino un pastel que queda crudo por cortar el tiempo de cocción. Así pasa con nosotros. Dejemos que el tiempo transcurra y vivamos con más calma, demos espacio a la reflexión y observemos detenidamente lo que pasa a nuestro alrededor, y sobre todo, enseñemos a nuestros menores a esperar con paciencia los frutos de sus esfuerzos. Recordemos lo que dice la sagrada escritura: “»Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo» (Eclesiastés 3, 1), o, como reza la sabiduría popular: “no por mucho madrugar, amanece más temprano”.
Que tengan una excelente semana.