Por Fernando Pascual
Una de las experiencias más hermosas en la vida espiritual consiste en descubrir lo mucho que Dios nos ama.
Santa Ángela de Foligno (1248-1309) tuvo la gracia de esa experiencia, como relata en diversos lugares de su obra «Libro de la vida» (o simplemente «El libro» o «Memorial»).
En uno de los pasajes de esta obra, la santa muestra su sorpresa ante tanto amor:
«Y cuando mi alma decía: ¿Por qué tienes un amor tan grande por mí que soy pecadora? ¿Por qué te complaces tanto en mí, que soy tan enormemente indigna? ¿Por mí que en toda mi vida no hice más que ofenderte?».
En esos momentos Ángela reconocía su completa indignidad: «Entonces veía que nunca había hecho algún bien sin cometer muchos defectos».
¿Cómo respondió Dios ante los sentimientos de aquella mística? Ella lo expresa así: «Y Él me consolaba: Es tan grande el amor que he puesto en ti que no me acuerdo de tus faltas. Mis ojos no las miran. En ti he escondido un gran tesoro».
Sí: Dios ha puesto en cada bautizado un gran tesoro. No solo ha perdonado nuestras faltas sino que nos repite una y otra vez que nos ama mucho, que somos importantes para Él.
Porque, como enseña san Juan, «en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10).
Estamos envueltos por el amor de Dios. Como tantos santos del pasado y del presente, podemos dejar que limpie nuestros pecados y que nos susurre al corazón lo que repetía tantas veces a santa Ángela de Foligno:
«Hija mía, mucho más querida a mí que yo a ti, templo, delicia mía: el corazón de Dios omnipotente está ahora sobre tu corazón».