Por Jaime Septién

Tenemos una enorme responsabilidad este 1 de julio de 2018: votar por el bien posible y olvidarnos de votar por el mal menor.  ¿Cómo es eso?

Actualmente, no hay foro donde no se discutan las elecciones de este año.  Todos nos hemos convertido en politólogos, adivinos o investigadores, pero la mayoría nos nutrimos con noticias falsas, noticias que crean división y encono: que si a López Obrador no lo va a dejar llegar Estados Unidos; que si Anaya es un desleal; que si a Meade lo van a quitar de candidato…

Se nos pasa una cuestión esencial: este 1 de julio vamos a elegir a 3,416 cargos públicos en todo el país.  Y no solo a uno de los tres punteros a la presidencia.  Claro, este error de cálculo (hacer de 3,416 = 1) viene del presidencialismo que llevamos dentro, del culto a la persona (que nos llega del tiempo de los tlatoanis); de ensalzar al caudillo, de reverenciar al poderoso, al más astuto, al más violento, al más dicharachero, al más guapo, o, de plano, al que «va a cambiar las cosas» sin que yo haga nada.  También es fruto (amargo) el no votar (¿para qué, si todos son iguales?) o el votar por Cantinflas, o ir a la urna «porque me conviene que quede…».

Esto hace que nuestra democracia sea deforme y desilusionante.  Porque, aparte del presidente, nos desentendemos de los demás puestos: pensamos solamente en nuestro beneficio; esperamos soluciones mágicas y nos da flojera acudir a fuentes profesionales de información.  ¿Y qué es lo que pasa?  Que, como decía Platón, «el precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres».  Hemos dejado de aprender de nuestra historia y cuando dejamos de aprender, empezamos a morir como sociedad.

La pregunta es si somos o no libres para elegir en 2018.  Obviamente, en teoría, lo somos.  Pero, ¿en la práctica?  La libertad va apareada con la responsabilidad.  Y no hay libertad política (ni democracia) si los ciudadanos pensamos en el bien individual sobre el bien común.  Santo Tomás de Aquino lo dijo de manera muy sencilla: «el bien común supera al bien particular».

Uno de los grandes problemas del siglo XX y lo que va del XXI en México es que, a la hora de votar, de gobernar o de pedir, poco nos fijamos en el bien común y mucho, sí, en mi propio bien.  Y ese es, justamente, el caldo de cultivo del gobierno que hemos cosechado.  El caldo de cultivo del populismo y del populista (de izquierda o derecha, lo mismo da), cuyo objetivo es dividir para vencer; enfrentar bienes particulares para crear tensión y aparecer como el «ogro» que «filantrópicamente» te va a echar la mano para sacarte del agujero en el que te metieron sus contrarios (que se convierten en tus contrarios).

El populismo es el enemigo real de la democracia, porque «la democracia consiste en poner bajo control al poder político» (Popper) y el populista (no hay que ir a Venezuela para saberlo) es aquel que «asume» el control de su poder político, porque la sociedad es omisa y o se lo delega o ni se da cuenta.  Tenemos ejemplos de todos los colores políticos para saber que el populismo ha echado raíces en nuestra Patria.  Y que lo hemos dejado crecer por inanición democrática.  O, parafraseando aquel personaje de Mafalda, porque decidimos «entrarle a la realidad» cuando la realidad «se ponga linda».  Antes no.

Aunque suene a disco rayado, a nosotros, ciudadanos, nos corresponde la construcción de un gobierno abierto, transparente y que rinda cuentas.  Obvio: no solamente en las urnas, sino poniéndole pies al voto.  Dándole seguimiento a los funcionarios, sean míos o de otro partido, exigiéndoles, exigiéndonos.  Dos de cada tres actos de corrupción en el país los iniciamos nosotros, los ciudadanos.  ¿Cómo pedir un gobierno ajeno a la corrupción?

Hacer de la democracia «una forma de vida», mediante el respeto a la dignidad del otro, el respeto a la ley y la participación en los asuntos de la polis es la única manera de hacer, entre nosotros, un orden católico, un orden en el que pueda prosperar la persona y en el que el bien común se haga bien supremo a perseguir… por todos.

Finalmente, ¿cómo orientar mi decisión de voto para 2018?  Evitando votar por el mal menor o por el menos malo.  Buscando el bien posible, aunque sea modesto.  Es el bien común resumido en las siguientes palabras (cardenal Robles Ortega): «En un proceso electoral, esto significa que la conciencia debe discernir cuál de las opciones puede generar un poco más de bien, tomando en cuenta la complejidad de las circunstancias».

De verdad, tú decides hoy cómo construir nuestra democracia.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador 4 de febrero de 2018 No.1178

 

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