Por Tomás De Híjar Ornelas, Pbro.
Ante la crisis humanitaria que sufre Nicaragua bajo la presidencia de Daniel Ortega y de su esposa, Rosario Murillo, que tanto influye en él, es inevitable evocar esta gestión con la del rey Ajab, que gobernó Israel 21 años que van del 874 al 853 a.C. (Re 16-20), caudillo notable que si por un lado defendió con valor el territorio de su soberanía, permitió por otro a Jezabel, su cónyuge, princesa fenicia, usar su nombre y sello para maquinar la muerte, bajo cargos falsos, de Nabot, sólo por haberse negado a cederle un viñedo al
veleidoso monarca.
De Ortega y su cónyuge dijo hace unos días el Rector de la Universidad Centroamericana de Nicaragua, don José Alberto Idiáquez, SJ., que “quieren dejar destruido el país”, y también que “Ortega va a terminar como un asesino”.
En un sesudo artículo periodístico recién publicado, Daniel Innenarity, catedrático de filosofía política, acuñó una frase muy a propósito para esta columna: “la democracia necesita unos actores políticos que ella misma es incapaz de producir”. Duele aceptar que esto sea así, pero hacerlo es la condición sin la cual no podemos revertir el efecto más pernicioso para el crédito del Estado moderno: la operatividad y eficacia del sistema de derecho y de la institucionalidad garantizada por un orden constitucional.
La doctrina social de la Iglesia, tan poco tomada en cuenta por los católicos, nos da herramientas para redargüir a los guardianes del Estado, los cuáles confieren un valor absoluto a las normas jurídicas que ellos promulgan. Es cierto que “lo pactado obliga”, pero también que no se le debe otorgar al razonamiento jurídico facultades que él no tiene, toda vez que –parafraseando a Jesús–, las leyes son herramientas útiles si están al servicio del hombre, facilitan su convivencia y le dan seguridad social; de no serlo se vuelven entelequias y argucias con las cuáles se pueden justificar acciones tan torpes como las que han aplaudido multitudes delirantes, en el marco de la despenalización del aborto inducido, en Irlanda, Chile y Argentina, países de arraigada tradición católica como Irlanda.
¿Cómo es que esas mismas personas nada dicen para repudiar que la nación más poderosa del planeta, en dinero y hegemonía, los Estados Unidos de Norteamérica, imponga, mediante leyes de reciente creación, que muchísimos niños sean violentamente despojados de la tutela paterna, bajo el ardid de repatriar de inmediato a sus padres indocumentados?
De seguir tildando de criminales abominables a los migrantes, el Gobierno de Donald Trump, que ha facultado a las autoridades migratorias estadounidenses abrir cargos penales en contra de cualquier persona que arribe ilegalmente a su territorio y recluirla, si es adulto, a un centro de detención y si es menor de edad, a un albergue, pasará a la posteridad como uno de los más brutales, pues sólo entre abril y mayo del 2018 dos mil menores de edad fueron así separados de sus padres.
Los profundos daños psicológicos profundos e irreversibles inferidos a víctimas inocentes de tan brutal y desgarradora separación, han movido al Papa Francisco ha calificar de inmoral esa ley, que con mayor dureza, el grupo civil Amnistía Internacional considera como una forma nueva de tortura.
Para nosotros, esta legislación criminal es también la marcha fúnebre de la legalidad tal y como la concibió la era moderna. ¿Qué sigue? ¿Qué hace al respecto la cristiandad?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 1 de julio de 2018 No. 1199