El pasado martes 29 de mayo, en la ciudad de San Luis Potosí, el obispo emérito Arturo A. Szymanski Ramírez, a sus 96 años, partió a su encuentro en la vida eterna con Cristo. Fue recordado en los medios locales porque era muy querido en la arquidiócesis de San Luis Potosí, así como reconocida su labor pastoral aún por el mismo gobierno que en vida le ofreció un gran homenaje. También la noticia de su muerte circuló por los medios nacionales y extranjeros por ser un sobreviviente de los obispos que participaron en el Concilio Vaticano II.

En el 2011 publicamos «Confesiones de una obispo emérito», una conversación de don Arturo con el director de El Observador, Jaime Septién. De este libro hemos tomado algunas anécdotas que nos ayuden a recordar a este decano de los obispos de México, pastor fiel a la Iglesia que con su sabiduría y caridad sirvió a su grey.

En el epílogo del libro- entrevista, don Mario De Gasperín, obispo emérito de Querétaro, comenta que don Arturo le brindó su consejo pastoral, y que «su presencia y participación generosa y solidaria en los acontecimientos significativos de los hermanos obispos y de sus respectivas diócesis, es proverbial: nadie se pregunta si va a llegar, sino si ya llegó». También hoy nadie se pregunta si va a llegar al Cielo, sabemos que ya llegó. 

SU VIDA EN ANÉCDOTAS

De niño: El catecismo y el beisbol

¿Nunca se dio una escapada por ahí?

Algún domingo me fui al beisbol a ver al equipo Alijadores de Tampico, del que desde niño fui devoto. Por cierto, una de esas veces, al siguiente domingo, me encontré con la sorpresa de que el señor obispo, antes de darnos la plática, me preguntó, desde el púlpito, por qué no había ido al catecismo el domingo anterior. Tuve que decirle: «Me hice la pinta para ir al beisbol», confesión general que causó risa en los catequistas y en mis compañeros. Hice entonces el propósito firmísimo de no faltar al catecismo, pero más de alguna vez no cumplí…por culpa del beisbol.

Los estudios en el seminario

Según sé, usted se formó, más tarde, en los Estados Unidos, ¿no es así?

Es verdad. Después de cuatro largos años potosinos, se me indicó que mi obispo me deseaba que fuera al Pontificio Seminario de Montezuma, en Nuevo México. Me dijeron, de un día para otro, que tenía presentar todos los exámenes del primer curso de filosofía y, a pesar de que me dio únicamente un día para prepararme, gracias a Dios los aprobé, con lo que me reafirmé en aquello de «non valet studere sed studuisse» (no sirve estudiar, sino haber estudiado).

El seminario de Montezuma y la Segunda Guerra Mundial

¿No hubo algo de racionamiento de comida en el seminario?

Sí, pero las monjitas alemanas que nos atendían lograron que tuviéramos siempre en las grandes bodegas del colegio cantidades notables de papas con las que, al menos, nos llenaban el estómago. Las papas las sabían preparar de muchas maneras y los viernes nos daban a comer camote. No perdiendo el buen ánimo de mexicanos, cuando rezábamos la letanía del Rosario en latín, había un compañero grandote, que comía como tal y le decíamos que él, en la letanía de los viernes respondía, en lugar de «ora pro nobis», «ahora hay camote».

La noticia de ser obispo

¿Aceptó usted de inmediato?

Me dijo el delegado: «La diócesis de San Andrés tiene un obispo muy anciano y el Papa quiere que usted vaya a ayudarle como obispo coadjutor con derecho a sucesión».

Yo me atreví a proponer nombres de varios sacerdotes a los que yo conocía y admiraba. El delegado me contestó: «El Papa sabe que existen esos sacerdotes, pero quiere que vaya Szymanski a poner en práctica todo lo que ha estudiado y enseñado…». Yo me quedé frío, se me acabó el piso y él me preguntó: «¿Quiere ir al oratorio a pensarlo?». Estaba tan atarantado que no se me  había ocurrido ir a orar. Fui al oratorio y ante Dios vi los «pros», un honor para la diócesis, para los sacerdotes de Tampico, para mi familia, etcétera, pero,  ¿y los «contras»? No los digo, pero se los puede usted imaginar.

Cuando se acompañaba de una mujer

Su madre se ha de haber puesto muy alegre. Ya sabe, las más siempre quieren que sus hijos estén con ellas. Más si son sacerdotes.

A mi madre, mujer muy religiosa, todos los días la llevaba conmigo a las seis de la mañana, a la Misa de la catedral. Mi casa estaba bastante lejana, y alguien dijo que a tempranas horas de la mañana me veía todos los días en un carro acompañado de una mujer… ¡Y así era! Creo que, además de la Virgen, mi mamá fue para mí la mujer más digna que me podía acompañar. Cuando se aclaró quién era esa mujer, los bonos de mi madre y míos subieron en la opinión pública y seguí la costumbre de llevar conmigo a mi madre a la Misa.

Su santo chofer en el Concilio Vaticano II

Tuvo usted, lo sé, una relación bastante estrecha con Karol Wojtyla. Después de todo usted era el único obispo «polaco» en México.

Con él fuimos compañeros y amigos desde que éramos obispos y jóvenes; lo anecdótico es cómo nos conocimos. He aquí la anécdota. En la primera sesión del Concilio, sucedió que habiendo invitado el cardenal Wyszynsky, primado de Polonia, a todos los obispos de apellido eslavo a comer con los obispos de Polonia, yo fui el único que me presenté, y el cardenal, a la hora de la comida, me sentó a su derecha y a su izquierda estaba Lolek, joven obispo auxiliar de Cracovia.

Al terminar la comida, preguntándome el cardenal que si yo había llevado carro para regresar a mi casa, le respondí que me había ido en taxi. Entonces le dijo a Lolek que me llevara en un «cinquecento», un auto muy pequeño que usaba el pueblo italiano como automóvil utilitario. En este me llevó Lolek, haciéndola de chofer. Por eso, yo he podido presumir que el Papa Juan Pablo II fue mi chofer.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de junio de 2018 No. 1196

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