Por Fernando Pascual
Atender a una persona necesitada cuando las cámaras filman, cuando los medios observan, cuando la sociedad aplaude, tiene su valor, porque la persona necesitada recibe ayuda, y eso siempre se agradece.
Pero si atender a unos porque los medios observan implica desatender a otros en los que casi nadie presta atención, entonces se produce un daño serio a la caridad y un riesgo de convertirla en algo publicitario.
Gracias a Dios, millones de personas viven la caridad oculta. Esa del hijo que cuida un día sí y otro también a su madre anciana y con Alzheimer.
O la de los padres y las madres que hacen milagros para que en casa haya comida y ropa digna para todos.
O la del voluntario que sencillamente acude a servir a los pobres que los gobernantes descuidan.
La caridad oculta tiene un valor maravilloso. Porque es evangélica, porque no busca aplausos que pueden desvirtuarla, porque ayuda sin reflectores.
Se vive así lo que pedía el Maestro: «Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3).
Es una enseñanza sencilla, que da a entender la importancia de la limosna y de cualquier obra de caridad: ofrecer ayuda a quienes la necesitan, sobre todo a los más olvidados.
En un mundo donde las imágenes corren el peligro de distorsionar la realidad al hacer que nos fijemos en unos y olvidemos a otros, la caridad oculta, que no aparece en redes sociales ni la prensa, llega a tantos hermanos nuestros que necesitan bienes materiales, escucha y cariño…