Por Fernando Pascual
La vida tiene sus ritmos. Con el clima, con el calendario solar, con los programas escolares, con el inicio o el final de un contrato.
Al final de un periodo de tiempo, de un año académico o laboral, de una etapa de la propia vida, vale la pena hacer un pequeño balance.
Ha habido momentos buenos y momentos malos, oportunidades y desafíos, cosechas y compras en el mercado.
¿Qué ha dominado durante este periodo de tiempo? Cada uno, mentalmente, distingue entre lo positivo y lo negativo, entre lo ganado y lo perdido.
Más allá de lo que pueda decir una lista, el corazón siente el deber de dar gracias a Dios.
Porque estos meses ha llovido, han crecido las espigas, han trabajado las abejas, han florecido los almendros.
Porque este tiempo ha habido pan en la mesa, un poco de alegría compartida y ratos para hablar de aquello que une a las familias.
Porque la salud, con sus subidas y bajadas, nos ha permitido llevar adelante proyectos y tareas, visitas a amigos y conocidos, excursiones y arreglos en el techo.
Porque también estos meses Dios mostró su paciencia al acogerme tras un pecado, al inspirarme obras buenas, al enseñarme a ser paciente con el prójimo.
Un tarro de miel, durante el desayuno, me recuerda el enorme esfuerzo de miles de abejas durante los meses de flores y cosechas.
Al saborearla, siento la ternura de un Padre que cuida a los jilgueros y los jazmines, que envía lluvia sobre malos y buenos.
Es un Padre que nos invita, a través de tantos gestos, a pensar en el cielo y a reemprender ese camino que nos conduce a casa. Un camino que nos impulsa a amar a los hermanos y a dejarnos amar por el Dios bueno.