Por Diana R. García B.
Desde el inicio de la humanidad el Sol, la Luna y las estrellas han sido más que una herramienta humana para medir el tiempo y las estaciones, jugando un papel en el plano espiritual.
En la Iglesia primitiva los Padres de la Iglesia veían en el Sol y la Luna las figuras de Cristo y de su Iglesia. En palabras de san Ambrosio:
«De hecho la Iglesia no refulge con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del Sol de la Justicia, para poder decir después: vivo, pero ya no vivo yo, sino que vive en mí Cristo».
La grandeza del sol y demás astros no puede sino enseñar al hombre su insignificancia, pero al mismo tiempo el amor inmenso y gratuito que Dios le tiene, tal como escribió el salmista: «Cuando veo los cielos, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado, digo: ¿qué es el hombre para que Te acuerdes de él, el ser humano para que lo cuides? » (Sal 8, 4-5).
Qué bueno que el hombre sienta asombro, respeto y hasta amor por lo que hay en el universo, puesto que todo eso es creación de Dios, y Dios no crea nada digno de ser odiado o despreciado. En el relato de la creación, cada vez que el Señor lleva a la existencia un nuevo elemento —el Sol, las estrellas, etcétera—, el autor sagrado anota estas palabras: «Y vio Dios que era bueno» (cfr. Gn 1, 1-25). Y si Dios es el único y legítimo dueño del universo, es obligación del hombre tratarlo con respeto.
Sin embargo, las desviaciones no han faltado; casi todas las culturas antiguas acabaron divinizando a simples criaturas, por lo que idolatraron al Sol, a la Luna y a los planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y Urano son nombres de los paganos dioses).
Por ejemplo, el Sol fue considerado un dios por los egipcios (Amón), los zapotecas (Pijetao), los asirios (Assur), los mayas (Hunab-ku), los incas (Atacuju Huiracocha), los griegos (Helios), los hindúes (Surya), los japoneses (Amaterasu), los romanos (Apolo), los aztecas (Tonatiuh), los celtas (Lugh), etcétera.
Así, Dios explica en las Sagradas Escrituras por qué en tiempos del Antiguo Testamento no quería que se hicieran imágenes que lo representaran: «Tengan cuidado de ustedes mismos. Cuando el Señor les habló desde el fuego, en el Horeb, ustedes no vieron ninguna figura. No vayan a pervertirse, entonces, haciéndose ídolos de cualquier clase (…). Y cuando levantes los ojos hacia el cielo y veas el Sol, la Luna, las estrellas y todo el Ejército de los cielos, no te dejes seducir ni te postres para rendirles culto» (Dt 4, 15-19).
Y, justo lo contrario de lo que creían las primitivas culturas paganas, no es el ser humano el que depende del destino del Sol y demás cuerpos celestes, sino que en realidad son los cuerpos celestes—y el universo entero— quienes dependen del destino del hombre.
Así lo revela la Palabra de Dios a través de san Pablo en su Carta a los Romanos cuando se refiere a la gloria futura:
«Toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto»
(Rm 8, 19-22).
De esto habla santa Hildegarda, Doctora de la Iglesia. Explica que el Pecado Original no sólo afectó al resto de la especie humana, sino que, al fracturar el orden creado por Dios, de hecho se desequilibró todo el universo. El hombre y el cosmos se influyen recíprocamente; así todas las acciones humanas, tanto las buenas como las pecaminosas, condicionan el funcionamiento del universo.
Tema de la semana: El hombre pisa la luna
Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de julio de 2018 No. 1202