Por P. Fernando Pascual
En algunas publicaciones resulta frecuente que se califique a otros autores como pseudocientíficos, pseudohistoriadores, pseudoexpertos, pseudoperiodistas, pseudoliteratos, pseudoeconomistas, y una larga lista de términos parecidos.
Estos adjetivos y otros similares muestran la convicción de que hay que distinguir entre dos tipos de personas. Unas, realmente competentes en las diversas disciplinas humanas. Otras, que presumen de competentes en algunas disciplinas cuando en realidad no lo son.
Si analizamos más a fondo el uso del prefijo «pseudo», notaremos que algunos lo usan desde un presupuesto más o menos consciente: los que piensan de la manera cercana a la propia son serios, y los que no, en cambio, no merecen ser calificados con respeto.
De este modo, una discusión, que podría llevarse seriamente al analizar argumentos, al profundizar en los textos y sus fuentes, al tener en cuenta la situación concreta de los experimentos o estudios en un ámbito del saber, se convierte en una diatriba contra los «adversarios» que quedan despojados de cualquier credibilidad.
Afrontar así temas que merecen estudios más serenos es no solo incorrecto, sino manipulador. Ciertamente, si se declara al «adversario» como incompetente, esa persona casi no tiene nada que hacer: para muchos no merecería ni siquiera ser escuchado.
En cambio, en no pocas ocasiones los que son tachados de «pseudo» estudiosos no solo tienen tesis interesantes o documentos que merecen ser analizados, sino que pueden convertirse en un estímulo para profundizar en temas sobre los que no existe (quizá nunca existirá en esta vida) una última palabra.
Por eso, hay que evitar las manipulaciones típicas de pseudocríticos que buscan despreciar un argumento desde el desprecio hacia quien lo defiende. Al contrario, hay que promover miradas empáticas y serias hacia tantos estudiosos e investigadores que abren nuevas perspectivas y que merecen ser objeto de atención, pues estimulan a vivir con menos prejuicios y con mentes más abiertas.