Por Francisco Septién Urquiza

México tiene una enfermedad que corroe su espíritu. Más allá de la violencia, de la corrupción,

del narcotráfico. Más allá de la pobreza, de la desigualdad, del hambre. Más allá de la abulia,

y en el centro de todo, México es un país dolorosamente racista.

El fenómeno causado por la película Roma y su protagonista, Yalitza Aparicio, ha expuesto, como pocas veces se había hecho en la historia de México, ese racismo que durante siglos se ha camuflado en una opresiva normalidad.

El de México no es un racismo fácil de estudiar, ni de entender. No es un racismo asumido como bandera política, ni un racismo maniqueo. Es un racismo esquivo, fluido, que se esconde en las grietas de una historia convulsa; que se agazapa detrás de un exaltado nacionalismo.

El de México es un racismo de grises, hecho de lenguaje y de signos: códigos sociales que carcomen el espíritu, la identidad y la cultura. En México nadie se describe como racista, pero, en el fondo, el común de las heridas abiertas en su espacio y en su tiempo tiene origen en un racismo enquistado en el corazón de un pueblo que no puede –y no quiere– asumir su enfermedad.

Vida del racismo

De acuerdo con los datos arrojados por la primera encuesta de Movilidad Social Intergeneracional, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), realizada en 2016 en 31 mil 935 viviendas, el racismo en México se podría considerar como estructural.

Las conclusiones de la encuesta son escandalosos; sin embargo, totalmente previsibles: las personas con tonos de piel más claro tienen una mayor educación y mayor probabilidad de ocupar puestos directivos, mientras que entre las personas con tono de piel más oscuro, los años de instrucción descienden y los puestos de trabajo se deterioran.

La realidad no desmiente estos datos. Ana, una joven que trabaja en una agencia de reclutamiento de personal en la ciudad de México, expone una de las caras más amargas del racismo: «uno de nuestros principales clientes es una famosa cadena de ropa, y nos pide que las personas que reclutemos para atender sus tiendas no tengan rasgos indígenas, ni un tono de piel oscuro. No les importa mucho su escolaridad, ni sus cualificaciones, sino el tono de piel y sus rasgos físicos».

Vanessa, otra joven psicóloga que se dedicaba también a reclutamiento de personal, pero en la ciudad de Querétaro (estado del centro de México), entristecida relata una de sus peores experiencias: «una vez me pidieron que reclutara a un joven cualificado y con experiencia, por un sueldo muy por debajo de su perfil. Después de mucho esfuerzo, encontré a un profesionista motivado preparado; a pesar de que el sueldo era bajo, se mostró dispuesto a empezar desde abajo. Cuando propuse su perfil, lo rechazaron. El único argumento que me dieron es que era muy morenito. Al final escogieron a un güerito (rubio) sin motivación y peor cualificado. Sentí un gran dolor».

Yalitza Aparicio

En medio de este páramo yermo, se estrenó la película Roma, del director mexicano Alfonso Cuarón; una cinta que ha roto todas las barreras que se creían imposibles de romper. Se filmó en blanco y negro y no a color, se estrenó en Netflix y no en la gran pantalla, se grabó en español y no en inglés, y muchos de los actores de la cinta no eran actores, incluyendo a la protagonista, Yalitza Aparicio.

Y es precisamente Yalitza, quizás el mayor símbolo surgido de “Roma”, la vehemente fuerza que obliga a México a verse en el espejo. La más humilde, la más sencilla, la que menos lo buscaba, logró algo único: Yalitza Aparicio, una humilde mixteca nacida en Tlaxiaco (Oaxaca), sin estudiar actuación, sin pertenecer al mundillo del espectáculo mexicano –donde abunda el dinero y falta el talento–, fue nominada al Óscar de mejor actriz por su interpretación en la película de “Roma”.

Como un murmullo de aire transparente llegó Yalitza Aparicio. Su vida y su forma de enfrentar este fenómeno de popularidad son un testimonio que habla en silencio. En un silencio que incomoda, que desvela la podredumbre, que demuestra que la normalidad mexicana no es otra cosa que el más detestable racismo.

A través de su sonrisa y de su mirada, que contienen la belleza de un universo que podría perderse para siempre, Yalitza habla un lenguaje mudo y profundo, que resuena con más fuerza que el ensordecedor ruido de la frivolidad que la rodea.

Yalitza, como Cleo, el personaje que protagoniza en Roma, y como Libo, la inspiración detrás de Cleo, y como tantas millones y millones de mujeres indígenas en la historia de México, en su silencio, donde se acumula la humillación, esconden su determinación por ser. En su silencio, Yalitza quiere apasionadamente ser ella, con su color de piel, con sus raíces y con sus sueños.

Muerte de un país

Pocas cosas pueden ejemplificar con una rudeza tan brutal el racismo mexicano que los insultos a Yalitza Aparicio. Personajes siniestros del esperpéntico mundo de la actuación mexicana –y también personajes que no pertenecen al esperpéntico mundo de la actuación mexicana– se han atrevido, sin rubor, a insultar a Yalitza y a minimizar su simbolismo: en el fondo, les inquieta que una mixteca triunfe ahí donde ellos languidecen en su miserable insignificancia.

Lo que ellos no saben es que el triunfo de Yalitza no es una nominación, ni un triunfo en los premios Óscar; no es salir en portadas, ni protagonizar entrevistas en todo el mundo. El triunfo de Yalitza es mucho más que eso: es una de las últimas oportunidades que tiene México por enfrentar su historia y su racismo. Una de las últimas oportunidades, antes de perderse para siempre.

Una nación está condenada a la violencia, a la corrupción y al narcotráfico, a la pobreza, a la desigualdad y al hambre, si no arranca de sus entrañas el odio entre iguales. Un odio que se viste de la más vana normalidad: ver con desprecio, ignorar el sufrimiento, destruir el espíritu del otro. La misma normalidad con la que (Adolf) Eichmann ejecutó la «solución final».

http://es.aleteia.org

Publicado en la edición impresa de El Observador del 3 de marzo de 2019 No.1234

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