Esta fascinante pintura, del protestante suizo Eugène Burnand, realizada en 1898, lleva el título de «Los discípulos Pedro y Juan corren al sepulcro en la mañana de resurrección».
Está basada, desde luego, en el relato del Evangelio según san Juan, cuando María Magdalena va al sepulcro y encuentra rodada la piedra que tapaba la entrada y ve que no está el cuerpo de Jesús, por lo que regresa a la ciudad a decírselo a Pedro y a los demás discípulos. Como respuesta, Pedro y Juan salen corriendo hacia el sepulcro.
En esta obra de arte, los rostros de aspecto casi fotográfico transmiten incertidumbre y sorpresa. Los cabellos muestran el movimiento de la carrera, junto con los cuerpos inclinados hacia adelante, mientras que las manos refuerzan el sentimiento de preocupación pero, al mismo tiempo, un rayo de esperanza a pesar de que María Magdalena no les anunció «el Señor ha resucitado» sino «se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20, 2).
Cuando Magdalena acudió al sepulcro no lo hizo para saludar a Cristo resucitado sino para ungir su cuerpo, lo que demuestra que ella no esperaba su resurrección. A pesar de que, al regresar, ve «dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús» (Jn 20, 12) y hasta sostiene una breve conversación con ellos, y ni aún así se le ocurre pensar en la Resurrección.
Por su parte, escribe el Apóstol san Juan que cuando él corrió con Pedro hasta el sepulcro, al asomarse «vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio los lienzos en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo [Juan], que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 5-9)
No deja de ser curioso porque Jesús ya les había anticipado que padecería y moriría a manos de sus verdugos y que luego resucitaría; en el Evangelio según san Marcos lo menciona tres veces (cfr. Mc 8,31; 9, 31; 10, 33-34). Pero era algo que no les cabía en la cabeza.
Pero lo más extraño aún es que los fariseos tenían más fe en la Resurrección que los discípulos, tanto así que habían pedido a Pilato que pusiera una guardia frente al sepulcro porque «nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: ‘A los tres días resucitaré’ (Mt 27, 63). Aunque el argumento era que «no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: ¡Ha resucitado!» (Mt 27, 64), en el fondo los enemigos de Cristo esperaban la Resurrección que sus amigos no.
Estos últimos, para creer, hubieron de esperar el testimonio mudo de los lienzos, y después la confirmación con las apariciones de Jesús. Si alguien hubiera entrado para robar el cadáver, no se habría entretenido en quitarle los lienzos y el sudario para llevarse sólo el cuerpo.
Con frecuencia se traduce que el sudario estaba «doblado»; pero la palabra más correcta es «enrollado». Estaba aún tan enrollado como lo había estado el Viernes Santo por la tarde alrededor de la cabeza de Jesús, lo significa que nadie lo desenrolló porque nadie se lo quitó; los grandes lienzos en el suelo no permitían ver con claridad el mismo prodigio de estar enrollados pero envolviendo la nada, es decir, aplanados o huecos, ya que el cuerpo de Jesús, tras resucitar, simplemente se pudo esfumar porque ya no estuvo más sujeto a las leyes de la física, de ahí que de entonces en adelante el Señor podía aparecerse donde quisiera aun a puertas cerradas.
Redacción
TEMA DE LA SEMANA: ANÁLISIS DE UN HECHO PORTENTOSO
Publicado en la edición impresa de El Observador del 21 de abril de 2019 No.1241