Por P. Fernando Pascual
Engaños y mentiras surgen y se difunden por culpa de libros y televisores, de Internet y de comentarios, de suposiciones mal elaboradas y de los límites propios de nuestros sentidos.
Uno es engañado porque piensa haber visto de lejos a un amigo cuando se trataba de un ladrón. O cuando cree a un periodista hábil en difundir calumnias. O cuando toma por sería una página de internet que busca robar dinero a incautos.
Cuando el engaño queda al descubierto, quien ha quedado atrapado por un tiempo bajo sus garras siente pena por haber creído como verdadero por falso, y alivio al dejarlo atrás.
Pero la víctima de un engaño puede quedar herida. Tiene miedo a volver a creer en otros. Pierde la confianza en los medios informativos. Incluso a veces no acepta lo verdadero porque sospecha que está ante una nueva trampa.
Las víctimas de un engaño necesitan curar sus heridas interiores. No solo se esforzarán por distinguir mejor entre un buen testigo y un embaucador, sino que tal vez ayudarán a otros a ser más cautos ante nuevas «noticias» o ante murmuraciones que giran locamente de pantalla en pantalla.
Es un gran alivio haber dejado atrás un engaño. Porque solo con la verdad la mente piensa correctamente, las decisiones mejoran, las relaciones con los otros son más auténticas y fecundas.
En un mundo donde reinan las mentiras, los errores, las suposiciones infundadas, las medias verdades mezcladas con dosis maliciosas de críticas interesadas, necesitamos luz, claridad, prudencia, antes de dar por válido lo que acaba de llegar ante nuestros ojos o nuestros oídos, para no ser nuevamente víctimas de un engaño.
Cristo nos dijo que al conocer la verdad llegaremos a ser libres (cf. Jn 8,32). Porque desde que el Hijo de Dios vino al mundo, brilla una luz que vence las tinieblas (cf. Jn 1,1-5). Con esa luz cada hombre puede dirigir sus pasos, desde la verdad, hacia la vida y la felicidad completas.